Inclusión, exclusión son términos de evocación espacial, geométrica. Hay algo de lo cual se excluye o en lo cual se incluye. Este recurso metafórico simplifica el proceso y lo vincula a una condición de ingreso que alguien decide, cuando es mucho más que eso.
El uso cada vez más vulgarizado de ellos tiene el carácter de moda y pareciera utilizarse en reemplazo de otros términos de significados próximos que, a su vez, también fueron muy usados y populares entre los políticos y críticos sociales: marginal, pueblo, clases bajas, desposeídos, etc. Ahora el concepto de justicia social está referido al derecho de todos a formar parte del todo. Un todo no bien explicado pero fuertemente asumido como “la sociedad”. Así que se excluye de “la sociedad”, de la participación de los beneficios (porque también se asume que la “sociedad” es un cúmulo de beneficios, preferiblemente materiales) sociales. El uso de los términos y la discusión sobre los derechos de los “excluidos” se torna confusa, lo que no le resta importancia: sigue siéndolo, independientemente de los términos.
Por el abordaje que se le hace, el tema político- económico, asociado a la exclusión aparece como el más importante. Pobres y ricos, propietarios y desposeídos. No obstante, su complejidad obliga a mirarlo desde un punto de vista más amplio y transdisciplinario. Aquí los usaremos para indicar el rechazo que se efectúa sobre un individuo o grupo de individuos a incorporarlos a un conjunto social organizado por no poseer el sistema de referentes que sirven de base a la cultura de ese conjunto social. Proceso que, por supuesto, implica graves componentes socioeconómicos.
Hemos estudiado en campo la exclusión escolar, y las reflexiones que aquí presentamos, en buena medida, vienen de allí. En el sistema educativo la exclusión se mueve simultáneamente en lo explícito y lo sutil. Las maneras explícitas aparecen generalmente como normas y leyes: admisión, exámenes, promociones, credenciales, sanciones: requisitos de ingreso y permanencia que, de no ser cumplidos, excluyen. Ellas se argumentan como cosas inherentes a la institución y necesarias para que se realice la acción educativa, que es concebida así, como acción. Un proceso transmisivo unidireccional que requiere atención, convergencia y acatamiento de una disciplina obediente.
Hemos tratado de profundizar el estudio de las formas sutiles de ese proceso para abrir los detalles de su verificación: como es que ellas se realizan en lo cotidiano. En el lenguaje y modales, en los saberes estimados, en los diseños y mobiliarios, en los contenidos descontextualizados y universalistas, en la poca pertinencia y mucha ritualidad de los aprendizajes propuestos, en la poca opción a participar desde la propia diversidad. (Ver A. Esté 1996 y 1998).
Seguimos estudiando eso y, además, los efectos psicosociales de la exclusión escolar: de que manera resulta aporreado para toda su vida el niño excluido.
A contraparte, hemos avanzado también en los procesos inversos: disminuir la exclusión –lo cual implica, necesariamente abrir, incluir. (Ver proyectos y publicaciones del TEBAS de la UCV: www. tebas.cantv.net).
Vistos en el orden social general, lo que ocurre en la Escuela, en el Sistema Educativo, no es diferente, en lo fundamental, de lo que ocurre en la sociedad. Su diferencia tal vez se muestre en lo normado del sistema educativo donde la exclusión aparece como un acto de la justicia educativa que vacía las culpas en el estudiante incompetente.
Tal es el caso de la escritura que es un factor mayor de exclusión escolar. Cuando hablamos, más adelante, de Occidente como cultura escriturada implicamos que la escritura y la lectura son referentes mayores de su condensación, de sus sistemas de verdad y conformación de realidades. No pueden menos que resultar alcabalas que incluyen o excluyen al aparecer, además, como prerrequisitos para el acceso a la información autorizada, académicamente consagrada y eventual fuente de acreditaciones.
Esta condición de la lectura y la escritura confronta, por cierto ahora, el reto de lo digital con la consiguiente ruptura de su sintaxis y linealidad al posibilitar una sintaxis hipertextual y recursos multimediáticos que aproximan más la comunicación a la calidad corpórea del pensamiento.
Una facilidad que bien podría significar para el estudiante una mayor facilidad de convalidar sus saberes familiares o grupales en los ambientes de aprendizaje, cosa que ahora sólo logra hacer con gran dificultad en la medida en que los va traduciendo al lenguaje escriturado de los salones de clase.
La inclusión o mejor, la no exclusión es concepto asociado a la diversidad. Sobre todo en la medida que a la exclusión se la comprende como proceso más complejo y amplio que lo propiamente socioeconómico. Es un juego humano de orden cultural donde lo socioeconómico queda incorporado y entretejido de tal manera que resulta a veces difícil disecarlo del conjunto. (Ver estudios sobre los procesos sociales y sociolingüísticos de exclusión en autores como Labov, Bordieu, Michael Young).
Avanzar en la comprensión de la diversidad, de la inevitable y formidable diversidad humana, condición principal de la riqueza, se logra al cultivar su insurgencia, su presencia, no antes. Los ambientes donde la diversidad fluye presentan cosas difícilmente comprensibles desde una de las diversidades y, mucho menos, cuando una de ellas se ha tornado dominante. Desde una parcialidad se resulta construyendo –o reduciendo– lo percibido a una proposición sesgada que, en el mejor de los casos, resulta caritativa, tolerante. Y no se trata de tolerar al diverso, se trata de comprender que es fuente de riqueza para la propia condición y que su existencia es de por sí legítima sin necesidad de esperar ser tolerada.
La diversidad constituye el acervo desde el cual se construye cada mundo. Cultivar la diversidad, en una suerte de ecología humana, supone, entonces, la generación de ambientes donde ella fluye y debería conocerse como participación. Ambientes donde se negocian las diversidades en sus manifestaciones susceptibles de ser negociadas. Donde se solapan lo que es común o próximo a las diversidades concurrentes. Nos gusta llamarlas “áreas de negociación” tomando el término prestado de los sociolingüístas. Áreas donde se generan “significados” por la voluntad o necesidad de los participantes de comunicarse.
Un ambiente de aprendizaje, así concebido, supone varias cosas:
a) Reforzamiento de las subjetividades individuales, en cuanto que reflexión para sí de lo que se es y de lo que se tiene. Asunción de posiciones desde la propia calidad.
b) Aceptación por parte del maestro o mediador de las diversas maneras en que puede comprenderse o decirse la misma cosa.
c) Generar las instancias grupales que permitan que todos puedan/tengan que exponer o participar y en la posibilidad de que cada quien lo haga desde su diversidad y recursos: oralmente, por escrito, con señas, gestos, actos, productos, etc.
Esto lo hemos llamado interacción constructiva, queriendo subrayar que lo aprendido resultante es una construcción que puede ser diferente del propósito proyectado inicialmente pero que, en todo caso, parte de los saberes previos, del acervo de los participantes.
Hemos abordado estos temas refiriéndolos a exigencias pedagógicas, educativas. Este ha sido nuestro ambiente profesional habitual, pero además, como cosa muy relevante, porque las escuelas y universidades son sitios de encuentro social en los que se han verificado por muchos años relaciones de dominio o coloniaje cultural. Son ambientes de “culturización”. Tanto los conquistadores como los políticos y revolucionarios han percibido –a veces desmedida y exageradamente– su poder, tratando de “ponerle mano” a las escuelas y aparatos educativos en la esperanza de transformar o sujetar las conciencias.
Hoy tenemos un poco más de conocimiento tanto del poder de las escuelas para transformar o concienciar, como de sus limitaciones. También sabemos de la extraordinaria capacidad que tienen para excluir y dividir a las poblaciones, sobre todo a las poblaciones donde la organización escolar no es “autóctona” u originaria sino que significa una manera cultural de aprender o informar un cierto saber, traído por los portadores de la cultura “mayor” o técnicamente más poderosa, en nuestro caso de Occidente.
Independientemente de las maneras, con frecuencia muy violentas e imperiales, otras veces invasoras, migrantes o por proximidad y contagio de darse los encuentros o choques culturales, siempre van quedando novedades, mestizajes o hibridaciones que después de ciertos momentos resultan irreversibles: son nuevas realidades. Lo que toca, entonces – y es el caso de las escuelas – es buscar las maneras de adecuarlas a la diversidad, modificar algunos de sus nudos relacionales para que permitan los procesos constructivos. No sólo para los aprendizajes, sino para la convergencia de diversidades y la preservación comunicativa de sus patrimonios y acervos que posibilite la dignidad de los niños y jóvenes y la cohesión de sus comunidades de origen. Sí se entiende la construcción de aprendizajes como ejercicio de la participación y la cohesión social en modos y maneras que lleven a la búsqueda, logro y fortalecimiento de referentes que pudiesen armarse – más allá de la hibridación o mestizaje- en sistema con una producción correspondiente.
Poems are made by fools like me,
But only God can make a tree,
And only God who makes the tree
Also makes the fools like me.
But only fools like me, you see,
Can make a god, who makes a tree
Who's in Charge?
Rev. Oren A. Peterson
The Unitarian Church in Summit
April 1, 2001
Los referentes o valores de orden más general son productos de la necesaria religiosidad humana, que es una facultad constitutiva del cuerpo en cuanto que capacidad y disposición para animar y dotar de fuerza generatriz las propias construcciones (percepciones, saberes, formulaciones, símbolos) y que se manifiestan como principios, axiomas, paradigmas, historia, evolución, desarrollo, mandamientos, divinidades, sacralidades, lógicas, leyes, teorías, doctrinas, y que propenden a organizarse y se organizan como sistemas (en el sentido que Von Foester [1992] y Maturana [1980] dan al término) indispensables para la generación de significados y sentidos en inteligencia o articulación para la comunicación y la vida social.
Por molestos, “irracionales”, infieles o blasfemos que puedan parecer los sistemas de referentes, o algunos de ellos, al ser vistos desde perspectivas correspondientes a otros sistemas, ellos son indispensables para la cohesión y la comunicación social, de manera que su debilitamiento o decadencia no es difícil asociarla a la decadencia y descomposición de la cultura que ellos sustentan. Condición en la que sus integrantes pueden moverse desde la inercia o expectancia (espera de mesías, salvadores o ángeles populistas) hasta la agresión desmedida, propia del acorralado.
Los referentes aislados y de por sí, al no armarse como sistema, no permitirían una condensación lo suficientemente densa como para completar – y permitir- lo que proponemos como concepto de cultura, con el alcance que aquí lo usamos. No obstante la fuerza religiosa de un referente puede soportar comportamientos que lleguen incluso a aparecer como “contra culturales” al soportar cursos contrarios o diferentes al sistema establecido o dominante.
Más allá de las proposiciones dualistas u objetivistas, de las discusiones históricas entre materialismo e idealismo, entre positivismo y marxismo, ciencia y religión, entre los diversos determinismos y la fenomenología, al colocar todo ello en distancia, se aprecia esta necesidad humana de generar referentes y sistematizarlos, en torno a los cuales se construye, en mayor o menor medida, lo que se puede aceptar como Cultura, y desde el cual derivar y convenir sus discursos, sus argumentaciones, sus signos y significados, sus símbolos y respuestas, sus problematizaciones y proyectos, es decir, repetimos, su comunicación y su vida social.
El concepto que proponemos para estos sistemas de referentes, de alguna manera se corresponde con lo que preocupó a Vygotski (1982) y a los constructivistas desde Gianbatista Vico (1985), como el saber que posibilita las áreas de desarrollo próximo y en Piaget (1981) como estructuras o esquemas previos y que preferimos llamar “acervo”, con la intención de que abarque lo físico corpóreo, lo espiritual corpóreo, los referentes y sus verificaciones integrales en actos. Así, una cultura se puede proponer como el conjunto de sus referentes, lo resultante y el producto de sus derivaciones en un cierto ámbito ecológico (Incorporamos, con ciertas reservas, las concepciones de Huntington [1924] que relacionan clima con cultura), suponiendo todo ello un gran campo de matices.
Sin usar la metáfora esclavizadamente, como es frecuente que haya ocurrido con el evolucionismo, el historicismo o el funcionalismo, podemos comunicar el concepto de cultura, más allá de las formalizaciones argumentales, como una instancia de mayor o menor concentración de referentes, que al presentarse próximos y densos adquieren otro valor, un valor sistémico. Como una nebulosa con lugares de mayor o menor concentración de referentes y sus ejecutorias que desagrega, comprime o varía su oferta con la calidad y distancia del observador. Nunca como una forma geométrica de linderos definidos, ni como cosa sujeta a un proceso genético pautado y necesario. Por razones muy variables, referentes, trazos o ejecutorias de muy diversa procedencia se van condensando sin que su destino sea trazable. Referentes o ejecutorias ubicadas en nuevos contextos y vecindades cambian su sentido o papel original pudiendo pasar de simples instrumentos a referentes generatrices o adminículos que se vienen pegados a otros conjuntos.
A un momento de su concentración –densidad que tiene que ver mucho más con calidad y oportunidad que con fuerza o cantidad– una cultura tiende a propagarse, a difundirse, a expandirse y a ocupar otras áreas recurriendo a diferentes medios. Bien sean los efectos de su sola proximidad y los contrastes que ello provoca, bien porque sus integrantes o partes de ellos asumen como referente una vocación imperial que naturaliza el dominio de otros, bien porque sus vecinos han extraviados sus referentes éticos o no han llegado a conformarlos y deambulan descohesionados y sin proyecto, bien porque las bondades de sus propios referentes les resultan a los miembros de tal manera buenos o “avanzados” que consideran una maldad o un delito dejar que las diversidades se pierdan de lo que ellos disfrutan o, simplemente, una mezcla de estas condiciones que se podrán utilizar indistintamente en el proceso de propagación de esa cultura.
Lo cierto es que la propagación de una cultura aparece, en cuanto que afirmación, como inseparable de la negación total o parcial de los referentes de otra diversidad, pudiendo descoyuntar su sistemicidad. Ese descoyuntamiento o ruptura lo pensamos como una situación ética, en cuanto que concebimos lo ético –o la eticidad– como lo que amalgama y cohesióna. Un conjunto social así descohesionado, merma la calidad subjetiva, la posibilidad de emprender o iniciar cursos, con el consiguiente empobrecimiento que para ese conjunto, y para toda la humanidad, ello significa.
En la perspectiva filosófica habitual, lo que llamamos facultad constitutiva del cuerpo humano, de la persona, ha sido tema de la Metafísica, desde los “principios y causas supremas” para Aristóteles (1944 IV, 1) hasta “el último humo de la realidad evaporada” de Nietzsche” (1973) o el “ser inhallable” de Heidegger. (1972).
Desde el Iluminismo a la Metafísica se le hizo un punto y aparte. Se la confinó a su propio territorio, al no poder explicar sus complejos problemas con los argumentos positivos. Como muchos otros, pensamos que hay que recuperarla con criterios más amplios –desde la diversidad– con recursos iniciales que pueden partir de la Antropología. La Metafísica, como transdisciplinariedad, nos permite abordar la complejidad del cuerpo.
Sin pretender reivindicarla con todas sus tremendas cargas y pecados, podemos proponer:
1. La religiosidad es constitutiva del cuerpo, cuerpo en un sentido próximo al de “sustancia única” de Spinoza (1980) y de “sujeto en el mundo”, de Merleau Ponty (1975): como integralidad que transita y es transitada, indeteniblemente, por el Mundo, desde donde se construyen socialmente sistemas de referentes.
2. Estos sistemas de referentes, de carácter fidéico y de origen corpóreo, insistimos, son imprescindibles para la comunicación, el sentido, el significado y, por lo tanto, para la construcción social de realidades.
3. Son imprescindibles para el ejercicio del sujeto, para la percepción de sí, para su dignidad, cosa ésta que ha sido ya objeto de estudio de la Metafísica, pero colocándolo más allá del mismo cuerpo.
4. Al concebirse más allá del cuerpo también se les presume universales. Por lo contrario, los proponemos culturales, pero asumidos como trascendentes por la misma cultura.
5. Existen, entonces, como cosa del cuerpo, de la subjetividad y se activan y parecen cobrar objetividad cuando se hacen convención, cuando en los otros se constatan, se puede evocar, unas existencias similares.
En el lenguaje sociopolítico “lo occidental” aparece denominado “lo moderno” y lo moderno se desdibuja y confunde con significados que tratan de ocultar intereses políticos. Moderno, entonces, puede desplazarse para designar lo que viene después de lo medieval, o lo industrial y tecnológico, o lo actual y novedoso, o lo contrario a tradicional, o simplemente, lo contrario de lo estúpido o atrasado, etc. En general, el término confiesa, en sus diferentes usos, un referente evolucionista, de necesidad histórica.
Modernización es un término amarrado al lenguaje de los historiadores académicos que les gusta el “curso de la historia”. Lo moderno se congeló como edad de la historia cuando lo histórico fue asumido como contraposición a lo eterno y de origen divino.
El discurso filosófico ha tratado de agrupar lo moderno como “modernidad” en la medida en la que va siendo posible percibirlo en su perspectiva desde el constructo negativo de “posmodernidad”. Negativo decimos porque ésta se define por la superación o negación de aquella, de manera que no puede establecerse en sus propias y afirmativas piernas, y no lo hará sino en la medida de la condensación alternativa de sus referentes. En esta dirección, nos anticipamos a proponer que no habrá tal cosa como “cultura posmoderna” sino que Occidente (como cultura) en su dispersión y descoyuntamiento, le cederá el paso a la diversidad cultural, (universo de muchas nebulosas) acrecentada por el referente “diversidad” que impulsara al intercambio y negociación de referentes y ejecutorias sin pérdida de sus áreas más densas donde se podrían asentar las identidades, como condiciones éticas de subjetividades colectivas (y en ellas, entonces y con propiedad, las individuales) desde donde se puedan lanzar creaciones, conocimientos sustantivos y aprendizajes. (Una manifestación precoz de la diversidad insurgente tal vez sea el vuelco de las “Naciones Unidas”. Creadas para evitar las guerras intestinas de Occidente y garantizar el cumplimento de su expansión pacífica o por lo menos “normatizada”, al crecer, comienza a “barbarizar” sus linderos donde afloran, cada vez con más frecuencia, suerte de insurgencias o inconsecuencias que llevan a sus inventores a violentar sus propias normas y designios iniciales).
Preferimos movernos en un campo más antropológico y hablar de “lo occidental” y de Occidente. Aun cuando este término también esta muy manoseado: como inherente al hemisferio occidental, o a lo que surge luego del cisma cristiano, o a lo que comienza en Egipto y termina en el Museo Británico, o en Hollywood.
Nos resulta también más difícil, pero mas ajustado y comprometido, hablar de occidentalización que de modernización.
Occidentalización, como ejecutoria expansiva de occidente, se corresponde con un proceso de difusión o imposición –según sean los casos– de un cierto elenco de productos humanos, consecuentes, total o parcialmente con un sistema de referentes que describimos como característicos de una cultura. No exclusivos de ella pero que al converger (condensarse, hacerse sistema) permiten distinguirla teniendo además efectos éticos cohesionadores entre sus miembros, llevándolos, como consecuencias de esos referentes compartidos, a comunicarse y hacer vida humana social. Ello, con una economía mayor de recursos en cuanto más impregnados o poseídos por esos referentes están sus integrantes.
Sin espacio en esta oportunidad para explicarlos con rigor, podemos enunciar algunos de esos referentes que, hechos sistema, nos permiten hablar de “lo occidental”
- La concepción dualista de la existencia: materia –espíritu, alma– cuerpo.
- La posibilidad de representar la realidad física, objetiva en los términos que pauta “lo escrito”.
- La razón regimentada por la escritura y verificada en un argumento.
- El argumento como ejercicio analítico lineal que recurre a la diferenciación, especialización, segmentación, cuantificación, abstracción: a la ciencia.
- La industrialización de la producción de bienes.
- El bien como mercancía
- El mercado como evaluador final.
- El tiempo como hora.
- El espacio como sitio.
- La insurgencia del individuo.
- La democracia formal.
- El ámbito ecológico como objeto de explotación y subordinación al hombre.
- El clima de cuatro estaciones, una de ellas invernal.
El aristotelismo repropuesto por Tomas de Aquino para argumentar el poder político de los reyes y el papado, sobrevive al Renacimiento como un dualismo útil para evitar costosos conflictos.
Dos órdenes o sustancias sobre las que se arma lo occidental al hacerse maneras sociales. Gracias, entre otras cosas, a la vulgarización estructuradora de la racionalidad escrita, por la vía de Gutenberg y la imprenta y las disposiciones del protestantismo que obligaban la lectura de la Biblia. Todo lo cual nos permite hablar de Occidente como una cultura “escriturada”.
Mundo dual, y eventualmente cartesiano, que consagra al cuerpo como recinto carnal y pecaminoso que debe contenerse y postergarse para que pueda prosperar el argumento y el conocimiento. Deja de interesarse por la religiosidad proponiéndola sólo como Iglesia donde se conservará amarrada al poder, dedicándose a conservar un meticuloso y útil edificio de jerarquías.
Se incorporan las libertades, irreverencias y licencias del renacimiento florentino que, al mismo tiempo que lustran, denuncian las inconsistencias papales. Pero Occidente no insurge en lo que sería luego Italia o España: se incuba más lejos con alientos anglosajones. Se ensaya en la primera Bolsa de Brujas, en los Países Bajos a finales del siglo XIV, se discute en Oxford y se materializa en la rebelión contra Carlos I (Rey de Gran Bretaña e Irlanda 1625-49, decapitado el 30 de enero de 1649), en los democratismos de las primeras chartered and trading companies inglesas (The Muscovy Company [ 1555], the Turkey Company, [1583])., en las libertades crecientes desde "the High Court of Parliament" en el mismo siglo XVI, y se embarca como avanzado proyecto político religioso con los Padres Peregrinos en el Mayflower (1620).
Así, en un período abierto, en Inglaterra, en las colonias norteamericanas, en los Países Bajos, Holanda, Alemania y el norte de Francia podemos ubicar geográficamente la primera condensación de esta nebulosa, desde donde se extendería y globalizaría como ahora lo sentimos.
En el lenguaje sociopolítico “lo occidental” aparece denominado “lo moderno” y lo moderno se desdibuja y confunde con significados que tratan de ocultar intereses políticos. Moderno, entonces, puede desplazarse para designar lo que viene después de lo medieval, o lo industrial y tecnológico, o lo actual y novedoso, o lo contrario a tradicional, o simplemente, lo contrario de lo estúpido o atrasado, etc. En general, el término confiesa, en sus diferentes usos, un referente evolucionista, de necesidad histórica.
Modernización es un término amarrado al lenguaje de los historiadores académicos que les gusta el “curso de la historia”. Lo moderno se congeló como edad de la historia cuando lo histórico fue asumido como contraposición a lo eterno y de origen divino.
El discurso filosófico ha tratado de agrupar lo moderno como“modernidad” en la medida en la que va siendo posible percibirlo en su perspectiva desde el constructo negativo de “posmodernidad”. Negativo decimos porque ésta se define por la superación o negación de aquella, de manera que no puede establecerse en sus propias y afirmativas piernas, y no lo hará sino en la medida de la condensación alternativa de sus referentes. En esta dirección, nos anticipamos a proponer que no habrá tal cosa como “cultura posmoderna” sino que Occidente (como cultura) en su dispersión y descoyuntamiento, le cederá el paso a la diversidad cultural, (universo de muchas nebulosas) acrecentada por el referente “diversidad” que impulsara al intercambio y negociación de referentes y ejecutorias sin pérdida de sus áreas más densas donde se podrían asentar las identidades, como condiciones éticas de subjetividades colectivas (y en ellas, entonces y con propiedad, las individuales) desde donde se puedan lanzar creaciones, conocimientos sustantivos y aprendizajes. (Una manifestación precoz de la diversidad insurgente tal vez sea el vuelco de las “Naciones Unidas”. Creadas para evitar las guerras intestinas de Occidente y garantizar el cumplimento de su expansión pacífica o por lo menos “normatizada”, al crecer, comienza a “barbarizar” sus linderos donde afloran, cada vez con más frecuencia, suerte de insurgencias o inconsecuencias que llevan a sus inventores a violentar sus propias normas y designios iniciales).
Preferimos movernos en un campo más antropológico y hablar de “lo occidental” y de Occidente. Aun cuando este término también esta muy manoseado: como inherente al hemisferio occidental, o a lo que surge luego del cisma cristiano, o a lo que comienza en Egipto y termina en el Museo Británico, o en Hollywood.
Nos resulta también más difícil, pero mas ajustado y comprometido, hablar de occidentalización que de modernización.
Occidentalización, como ejecutoria expansiva de occidente, se corresponde con un proceso de difusión o imposición –según sean los casos– de un cierto elenco de productos humanos, consecuentes, total o parcialmente con un sistema de referentes que describimos como característicos de una cultura. No exclusivos de ella pero que al converger (condensarse, hacerse sistema) permiten distinguirla teniendo además efectos éticos cohesionadores entre sus miembros, llevándolos, como consecuencias de esos referentes compartidos, a comunicarse y hacer vida humana social. Ello, con una economía mayor de recursos en cuanto más impregnados o poseídos por esos referentes están sus integrantes.
Sin espacio en esta oportunidad para explicarlos con rigor, podemos enunciar algunos de esos referentes que, hechos sistema, nos permiten hablar de “lo occidental”
- La concepción dualista de la existencia: materia –espíritu, alma– cuerpo.
- La posibilidad de representar la realidad física, objetiva en los términos que pauta “lo escrito”.
- La razón regimentada por la escritura y verificada en un argumento.
- El argumento como ejercicio analítico lineal que recurre a la diferenciación, especialización, segmentación, cuantificación, abstracción: a la ciencia
- La industrialización de la producción de bienes.
- El bien como mercancía
- El mercado como evaluador final.
- El tiempo como hora.
- El espacio como sitio.
- La insurgencia del individuo.
- La democracia formal.
- El ámbito ecológico como objeto de explotación y subordinación al hombre.
- El clima de cuatro estaciones, una de ellas invernal.
El aristotelismo repropuesto por Tomas de Aquino para argumentar el poder político de los reyes y el papado, sobrevive al Renacimiento como un dualismo útil para evitar costosos conflictos.
La metafísica devino en un recurso denominativo para llamar y recluir lo inmaterial, lo no objetivo, lo no experimentable, lo que escapaba a la razón científica. Se daba por sentada la existencia de lo “físico”, objetivo, apresable, representable, cognoscible y “mas allá”, lo espiritual, almático, religioso, fidéico.
Dos órdenes o sustancias sobre las que se arma lo occidental al hacerse maneras sociales. Gracias, entre otras cosas, a la vulgarización estructuradora de la racionalidad escrita, por la vía de Gutenberg y la imprenta y las disposiciones del protestantismo que obligaban la lectura de la Biblia. Todo lo cual nos permite hablar de Occidente como una cultura “escriturada”.
Mundo dual, y eventualmente cartesiano, que consagra al cuerpo como recinto carnal y pecaminoso que debe contenerse y postergarse para que pueda prosperar el argumento y el conocimiento. Deja de interesarse por la religiosidad proponiéndola sólo como Iglesia donde se conservará amarrada al poder, dedicándose a conservar un meticuloso y útil edificio de jerarquías.
Se incorporan las libertades, irreverencias y licencias del renacimiento florentino que, al mismo tiempo que lustran, denuncian las inconsistencias papales. Pero Occidente no insurge en lo que sería luego Italia o España: se incuba más lejos con alientos anglosajones. Se ensaya en la primera Bolsa de Brujas, en los Países Bajos a finales del siglo XIV, se discute en Oxford y se materializa en la rebelión contra Carlos I (Rey de Gran Bretaña e Irlanda 1625-49, decapitado el 30 de enero de 1649), en los democratismos de las primeras chartered and trading companies inglesas (The Muscovy Company [ 1555], the Turkey Company, [1583])., en las libertades crecientes desde "the High Court of Parliament" en el mismo siglo XVI, y se embarca como avanzado proyecto político religioso con los Padres Peregrinos en el Mayflower (1620).
Así, en un período abierto, en Inglaterra, en las colonias norteamericanas, en los Países Bajos, Holanda, Alemania y el norte de Francia podemos ubicar geográficamente la primera condensación de esta nebulosa, desde donde se extendería y globalizaría como ahora lo sentimos.
La relación inclusión-exclusión, para nuestro caso, la podemos comprender vinculada al manejo –posesión– o no del sistema de esos referentes occidentales.
El no occidental, el no crecido o constituido en su ambiente, se puede aproximar a la posesión de sus derivados, a los diferentes “niveles” de la comprensión derivada de esos referentes, pero sin llegar a su sintonía, a su posesión sustantiva y no puramente instrumental. Es decir, puede occidentalizarse.
Alguien puede estar en el “interior” del ámbito de esos referentes. Física o anímicamente dentro de esa cultura y, por lo tanto, sentirse uno de los unos y, en ese sentido, apresado en la necesidad de preservar, de proteger la cohesión que hace que los unos lo sean y, en consecuencia, con conciencia o no de ello, rechazar a los otros, excluirlos.
Los otros, por su lado, se sentirán –conscientemente o no– no incluidos y tratarán por todos los medios de pasar a ser los unos sin notar que al no manejar sus referentes sólo podrán serlo hasta cierto nivel subalterno: instrumentos, trajes, atuendos, gestos, compras. Pero al no poseer y ser poseído por esos referentes, las claves de esa ventura, tendrán un techo, más que epistemológico, ético. La conciencia propia de la pobre dignidad, o, peor aún, tener la dignidad pobre y no saberlo.
Así, la condición de excluido es mayormente de carácter ético: es una subjetividad partida que se debate entre culpar al que percibe como excluidor y culparse a sí mismo por no ser merecedor o capaz. En ese orden la antropología social se ha dado banquetes discutiendo sobre la pérdida de sentido y extravío de valores de las culturas invadidas.
La hibridez (García Canclini, 1990) podríamos comprenderla en dos sentidos: como el producto de culturas negociantes o como instancias de una sociedad realmente híbridas en cuanto que en su eunuquez, cuestionadas en su diversidad resultan infecundas, infértiles, atlánticas.
Una cosa es que haya creadores geniales que expresen la complejidad de las mezclas y mestizajes en ámbitos ecológicos e históricos diversos y otra es que el conjunto social de la cultura padeciente haya perdido, como tal, su fertilidad, su dignidad, y se torne migrante o desintegrada. Ensayando, una y otra vez, proyectos trasladados e incomprendidos.
Es importante observar el curso de las actuales invasiones - migraciones sur-norte: de Latinoamérica hacia Estados Unidos y desde África hacia Europa fuertemente incentivadas por la globalización. Ello puede agregarse a lo que muchos anuncian (Desde Nietzsche y Spengler) como la propia dispersión y debilitamiento de los referentes mayores de Occidente, para anunciar la posible conformación de nuevas nebulosas culturales.
Los procesos que corresponden a las mareas culturales parecen ser perpetuos, bien sea que tomen las formas de conquistas, invasiones o flujos migratorios con presencia física o sin ella. Independientemente de los juicios morales o humanitarios, una y otra vez se ha repetido el espectáculo que con frecuencia acompañan esas mareas: genocidios y guerras con un poder destructor que se ha incrementado en la misma medida del ingenio tecnológico de la muerte. Mareas y destrucciones que esgrimen la absolutización de la propia verdad.
Pero más allá de las pérdidas que el humanitarismo registra, está el empobrecimiento que el hombre como especie sufre al ver mermada lo que es su mayor riqueza: su diversidad. Porque, paradójicamente, la pretensión de destruir al otro tiene mucho que ver con su propia ignorancia.
Latinoamérica o lo latinoamericano como cultura condensada está por verse. No podemos predecir lo que será al punto de tener una densidad suficiente para permitir percibir su distinción en ella misma y en sus productos (en realidad de una cultura no se puede saber sino por sus emisiones, sus productos). La pretensión de definirla por la posible sistematización de sus referentes genera graves problemas. Al aproximarnos a esos referentes buscando sus “sustancias” sin tener sus productos, ellos, consiguientemente, se desagregan impidiendo atraparlos porque, no son sino, como hemos ya dicho, construcciones de la religiosidad humana en contextos.
Los conflictos o peleas en las que nos sumergimos los venezolanos tienen que ver con esa pretensión. Nos debatimos entre una forzada occidentalización que perturba el cuajo de referentes diversos y nuestra religiosidad que nos impulsa a crear referentes, terminando por embarcarnos en trajes prestados. Pero eso no basta. Habría que ver si eso pasa de vapores dispersos a densidades luminosas.
Así, la voluntariedad, pasión, persistencia y fertilidad serán componentes que permitirían o no a sus productos eventualmente devenir en referentes.
García Canclini, en una entrevista personal (Portal de la Comunicación) cita a Ulrich Beck (1998) para aclarar la distinción entre “la globalización como convergencia de todas las sociedades, y el globalismo como el proceso de uniformización de las lógicas con fines de reducir los procesos políticos, culturales y económicos a procesos financieros, en que los inversores serían los actores principales”.
Esta distinción es fundamental. Lo digital es, en buena medida el resultado de las exigencias de la racionalidad escriturada para hacerse cada vez más abarcante y fluida. Con esos recursos impulsa la información y la comunicación llevando sus mensajes y mercancías a instancias cada vez más mínimas y recónditas, pero, por otra parte, donde pone sus escaleras para descender crea opciones para que los otros suban y es muy posiblemente esa condición, antes inexistente, la que permita tanto la insurgencia de diversidades como la generación de áreas de negociación entre ellas. Esto suena ingenuo y benevolente a la sombra de las guerras y agresiones actuales, pero los mismos medios de comunicación al banalizar la muerte subrayan la estupidez de sus promotores horizontalizando las jerarquías.
Aristóteles Metafísica, IV, 1, 1003a Gredos, Madrid 1944, p. 161-162).
Beck, Ulrich. 1998, ¿Qué es la globalización?: falacias del globalismo, respuestas a la globalización, Barcelona, Paidós,.
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