COPRE REFORMA EDUCATIVA PRIORIDAD NACIONAL, 2009.
Compilación Elena Estaba, 1994
Luego de la destrucción de las naciones y comunidades indígenas por la primera invasión europea con la conquista española, se inicia el proceso de constitución de una nueva nacionalidad, de unos nuevos grupos y comunidades que incorporarían las resultantes de agresivos y asimétricos mestizajes.
Es un proceso tortuoso y difícil porque no es el resultado de la libre confluencia de tres culturas a un ámbito común, sino que es una agrupación forzosa, bajo la égida española con explícitas intenciones aculturizadoras en un territorio ajeno a los españoles. Estuvo marcado siempre por la competencia entre un conjunto que, además de ser técnicamente poderoso, prevenido y preparado para la guerra, se asumía correcto, verdadero y culto solo él.
La relación fue siempre de sentido unidireccional y censurador. El europeo siempre percibió al negro y al aborigen y luego al nacional- como inferior, atrasado y subalterno, cuando no como simple objeto o animal.
Con el pasar del tiempo el negro y el aborigen asumieron esa condición, perdieron la dignidad, cayeron en estado de dominio y creyeron que la manera de salir de su condición era la de llegar a ser como el dominador: occidentalizándose.
No se percibe la resultante del mestizaje como algo nuevo y diverso sino que se busca el reemplazo de todo rasgo no occidental, y a ello se le va a llamar primero reducción y pacificación y luego civilización, progreso, modernización y desarrollo.
Se abjurará de todo culto, de todo lenguaje, de toda forma de vínculo social, familiar o grupal; de toda valorativa estética, ética y ecológica que no fuera la occidental en su versión oficial y cortesana.
Así, los grupos y naciones aborígenes fueron rotos, disgregados o exterminados de muchas maneras: desde el exterminio físico puro y simple hasta la absorción misionera y paternal, pasando por todas las variantes de esclavitud, exterminio, privación y vergüenza.
Los grupos africanos que sobrevivían la captura, reducción, venta y transporte oceánico fueron cuidadosamente disgregados y obligados al olvido de sí.
En estas condiciones se da la maceración del mestizaje y la formación inicial de una nueva subjetividad colectiva nacional, comunitaria e individual.
La independencia fue un gran salto en esa dirección, con más intuición que conciencia y bajo la lumbre de las mismas ideas europeas, se entiende la realización de la subjetividad, de la persona, como independencia política.
Quince años de guerra inmoladora sembrarán recuerdos, mitos y fidelidades. Un mundo de nuevos significados que darán sentido a cosas que lo habían perdido.
Luego siguieron ochenta años de guerras civilizadoras en las que los caudillos y gamonales se peleaban por sentirse los mejores intérpretes del mensaje civilizador.
Para principios de este siglo todo ese torbellino había ido dejando algún sedimento en el fondo. Sedimento volátil y sin mayores logros formales y estéticos, pero perceptible y necesitado de interpretación y expresión; pero los intelectuales, que lo podrían haber hecho, estaban muy ocupados (desde siempre) con las modas del pensamiento europeo o la argumentación de los gendarmes postulantes.
Lo que ahora reclamamos como "identidad", con romántico espejismo, era ese sedimento de conciencia, valores y maneras de ser en lo interior, en la familia y en la comunidad.
Es entonces cuando se inicia la nueva invasión. Navegando en el petróleo llega la modernidad. No ya como la prédica intelectual y política de 1810, ni en las quimeras legalistas de Guzmán sino como sistema obligante de relaciones económicas y correspondientes modos culturales.
Habría entonces que dejar todo "primitivismo" y "atraso", toda singularidad campesina y hacer entrar en razón a esta gente.
Se redescubre el arte maravilloso de comprar cultura, iniciándose una carrera cada vez más veloz, cada vez más ansiosa por usar los recursos del petróleo para dejar de ser lo que somos en educación, ropa, modales, religiosidades, formas políticas, estructuras organizativas, lenguajes, expresiones artísticas.
Con esas intenciones irá funcionando Gómez conforme lo va comprendiendo. Y con ellas vendrá el liderazgo sucesivo y la democracia. Con ella se importan y compran formas de gobernar y formas de hacer revolución.
El efecto mayor de esto es el que ese magro sedimento formado entró de nuevo en el torbellino y la inestabilidad, que es la condición incauta propicia para que aquellos que si tienen sentido y conciencia de su condición vendan baratijas y se lleven la sustancia.
Nación, comunidades y personas se abrieron de nuevo a la desintegración y extravío.
Las personas se arrojaron a la búsqueda por la compra de la personalidad moderna añorada. Las comunidades, escurridas precipitadamente hacia las ciudades, desaparecieron.
Estos compradores e importadores, luego de desempacar y colocarse los abalorios comprados se descubrieron más vacíos que antes. Yesos grupos inmigrantes urbanos se descubrieron impropios y extraños en su propia patria, indeseados, sospechosos, que poco a poco resultaron acreedores al nombre, también importado, de marginales.
En esto no se percibía la magnitud del daño, porque el centralismo obsesivo estaba alimentado por la necesidad de estructurar al país y educar a su gente en la cultura civilizadora y moderna occidental que se asumía imprescindible y única.
La comunidad es la forma inmediata de darse la subjetividad colectiva. Es el orden concreto y real desde donde provienen los abstractos conceptuales de la vida social. Y es donde ellos se pueden comprender y transformar en acciones consecuentes. Es en ella, y en el individuo y su pensar, donde se alimenta toda creación cultural, toda formalización y toda estética posible. Es una condición ética de los integrantes que los hace percibirse completos al estar amalgamados.
El individuo sin comunidad se extingue y, en el mejor de los casos, la debilidad o ausencia de ella es sustituida angustiosamente por teatros, novelas fetiches y consoladores imaginarios.
El vigor de las comunidades de una nación es la pauta de la intensidad y la profundidad de la vida de sus integrantes.
La pretendida fecundidad de la soledades es sólo dable porque ella es tiempo de pausa para el recuerdo o proyección de lo que se hizo o hará en compañía.
Así, se desintegraron nuestras comunidades, se rompieron éticamente y generar un ethos cohesionador, crearlas de nuevo o reintegrarlas es el mayor problema, la principal tarea de gobierno, de educación y de producción cultural y artística. Esto debe estar en la esencia y propósito de la descentralización.
La comunidad es, muy sencillamente, un conjunto de individuos que comparten establemente un sentido. Comparten un sentido porque tienen una historia, un ámbito y un conflicto social común; y ese ámbito, historia y conflicto han sido comprendidos y expresados, conforman una estética, han sido hechos explícitos e incorporados al patrimonio perceptible.
Los integrantes de una comunidad se entienden unos a otros por la amplitud de su área de negociación, con gran economía de lenguaje.
En la medida en la que hace historia y produce cultura una comunidad se consolida e integra, dejando referentes, que podemos llamar valores, que sirven de criterios y pautas para hacer proyectos de vida y de grupo, convergentes o divergentes al pasado o a lo ya establecido, de estímulo de los propios impulsos y de evaluación de los ajenos. La comunidad es el sujeto real de la construcción de la nación. En la medida en la que el individuo o el estado suprimen esa subjetividad y sus productos, tendrán que sustituirla aleatoriamente, caritativamente, remediativamente ya que no es posible su inexistencia total.
Como hemos anotado en otro lugar, el individuo y el grupo son instancias complementarias de la diversidad. Uno no se da sin el otro y la negación de uno es la negación del otro. El individuo sólo se percibe en el otro y el grupo es un resultante de las vigencias individuales.
En la práctica cotidiana esto puede ser percibido como un conflicto, pero puede ser un dulce conflicto en la medida en la que se haga conciencia de ese conflicto y se le asuma.
Lo que llamamos participación no es otra cosa que el efecto de ese conflicto, su verificación. La participación es el proceso constitutivo de la comunidad. Toda comunidad vigente es conflictiva, es convergencia de diversos que se articulan por un sistema que llamamos democracia.
El internacionalismo, el nacionalismo y el cosmopolitismo son otros nombres para peculiaridades comunitarias que se han abierto paso hacia el poder, desde donde se venden como comunes y necesarias para todos.
La nación es una resultante política de la convergencia de comunidades diversas en un ámbito ecológico y en un territorio históricamente determinado. La nación es imprescindible para el ejercicio de la vida comunal e individual. El territorio históricamente determinado, además de la riqueza material que implica, se convierte en una realidad simbólica imprescindible para la percepción de sí. Es un referente irremplazable para las comunidades y sus individuos.
Las realidades simbólicas creadas por el hombre e integradas establemente a su patrimonio, de manera similar a los componentes geográficos y ecológicos, son referentes fundamentales para la formación de proyectos individuales y colectivos, son los que le dan sentido a la cotidianidad y a la inmediatez.
La nación existe en la medida en la que hace válidos los patrimonios naturales y culturales compartidos, comunes a todas sus comunidades. Una convergencia de comunidades fuertes y fértiles hace una nación fuerte y fértil.
El nacionalismo (como en otra instancia el latinoamericanismo) son conceptos políticos que habitualmente derivan en símbolos extrañados de difícil manejo. Al cobrar vida propia generan cultos excluyentes que pueden negar la diversidad. Son susceptibles, como todos los símbolos extrañados, de servir de base para sectas y religiones amparos de poder y dominio omnímodo.
Los símbolos son inevitables y necesarios para la cohesión nacional, comunal e individual. La maldad que a ellos se les atribuye no es inherente a ellos -como tampoco implica que su solución sea la racionalidad que, como hemos visto, también ella misma resulta extrañada. Esa "maldad" es, mejor, producto de las relaciones de poder que se montan sobre ellos.
La mayoría de los símbolos -y estamos rodeados de ellos, constantemente los producimos- son fuente de disfrute y recurso de economía y profundidad comunicativa. Intervienen necesariamente en todo hecho comunicativo y en todo flujo de pensamiento. No son "una etapa superada por occidente de la evolución humana" como pretende el racionalismo. Lejos de ello es riqueza y atributo constante del hombre y atraviesa la razón, inevitablemente, "contaminando".
Otra cosa son las culturas simbólicas. Aquellas que -como ocurrió con las racionales y modernas- tomaron el juego, la función simbólica como arquetipo modelador y criterio evaluador de toda otra función o desempeño humano. Erigidas en fuente de poder y verdad se encumbraron, alejando del acceso humano no la propia función simbólica -cosa muy difícil por ser patrimonio constitutivo e inseparable de todo hombre- sino los engendros de su ejercicio hiperbólico institucionalizado.
No obstante, la modernización de pretensión homogeneizadora ha tropezado con tremendas resistencias. Por las hendijas del dominio se ha ido colando la resistencia que cada vez más encuentra recintos de condensación que surgen en la música, en la literatura y las artes y -a veces- en urgencias políticas.
Esto ahora comienza a ser conciencia y dignidad renacida.
Ahora bien, la comunidad no es una simple existencia física o territorial. Son múltiples las instancias de su realización, desde la elemental existencia masiva, como aglomerado humano apenas presente hasta un vasto complejo de relaciones establecidas y explícitas.
Las relaciones se hacen principalmente en los procesos de creación y producción cultural y económica que generan comunicación y van dejando acopios de productos e historia de hechos y actividades. Productos, hechos y actividades que en ocasiones se abrirán paso como símbolos de mayor o menor trascendencia que servirán de referentes para la continuidad de la comunidad, de la subjetividad comunal.
Como hemos visto, las comunidades pueden entrar en crisis e incluso perder su cohesión ética y desintegrarse como consecuencia de acciones exteriores o interiores o, lo que es más habitual, la combinación de ambos.
El proceso venezolano más frecuente ha sido el mencionado de raigambre colonizadora: conquistador político y territorial en su primera expresión de la España renacentista y económico cultural en su segunda del industrialismo modernizador. En los dos casos las comunidades fueron severamente perturbadas desde afuera provocando su crisis y caída interior.
La intensidad de producción y actividad propia de la comunidad se puede considerar función de su integración, la que requerirá consiguientes estructuraciones y formalizaciones que harán explícita esa integración en maneras de organizarse y distribuir tareas, responsabilidades y funciones. Siendo esa explicitud una condición de su solidez. Pero, en todo caso, la integración de la comunidad es principalmente un estado de conciencia, una circunstancia ética que se expresa en una subjetividad colectiva. Esa subjetividad colectiva se manifestará sucesivamente en hechos, actividades y productos que llevarán, cada vez más, la marca, el carácter de la comunidad como diversidad constituida.
El Estado es un invento del hombre. Es una manera organizativa para concentrar y ejercer el poder político que se argumenta con el propósito de satisfacer la necesidad de administrar y conducir la cosa pública, las cosas de todos.
En la sociedad moderna e industrial el Estado, creado por la nación para atender sus asuntos, se separa progresivamente de ella, ritualizándose hasta el punto de convertirse en un fin. Así, el propósito del Estado será la preservación del Estado.
Esta existencia ritual del Estado provoca repetidas crisis que lo obligan a abrir ventanas de comunicación con la realidad, con la nación y renovar, o modificar, parte de sus estructuras para poder conservarse.
En Venezuela el Estado nunca fue producto de la nación.
El Estado de la colonia española fue una prolongación de la monarquía que tomó, por mucho tiempo, la versión de empresa comercial. La gente y el territorio eran, simplemente, negocios de la corona.
Esta condición, entre otras, fue argumento de la independencia.
Pero la propuesta que debería sustituir a ese estado-empresa comercial no existía como proyecto natural de la historia colonial, por lo que se importó, sin comprenderlo bien, el proyecto republicano, imponiéndolo con estilo civilizador.
El Estado siguió y sigue siendo un instrumento extraño y no comprendido, por lo que se lo confunde con el gobierno y, más aún, con el presidente y su corte.
En Venezuela la nación percibe al Estado como gobierno, al gobierno como presidente y al presidente y su corte como el dueño de todos los bienes y de ellos se espera dádivas, gracias y caridades.
El llamado populismo es una herencia directa de la gentileza monárquica.
No se puede decir que el estado exprese a las comunidades, ni siquiera que las perciba. No sólo por la condición de disolución y desintegración en que ellas se encuentran, sino porque la naturaleza del estado es de origen extraño.
Ahora la nación se reciente de esa carencia. Sus grandes vacíos se manifiestan en angustias cada vez más persistentes. Llevada a servir en proyectos ajenos agrega a su frustración la conciencia de su hipoteca y no siente otro recurso que el de regresar a los viejos símbolos.
Reintegrar a la nación es el proceso simultáneo de integrar a sus comunidades. Conciencia y ethos de nación es la resultante de la conciencia y el ethos de sus comunidades.
Son muchas las vías intencionales y conscientes a través de las cuales se puede promover y estimular, por iniciativa de miembros más motivados, la integración de las comunidades. La propia acción productiva cultural o económica que suponga participación constitutiva, creativa, productiva y dirigente de los miembros de la comunidad es, tal vez, la vía más cierta. Música, teatro, artes plásticas exploración de la propia historia y ecología. Fiestas, juegos y recreaciones. Núcleos de producción artesanal.
Podríamos intentar, por ejemplo y para esta ocasión, con propósitos más bien comunicativos, una clasificación de recursos de cohesión comunitaria en:
• Simbólicos: como nombres, banderas, tradiciones, producción estética y religiosa, la historia y conciencia de sí.
• Grupales: como centros, clubes, equipos deportivos, conjuntos musicales, clases escolares.
• De contrastación o encuentro: como ferias, festivales, concursos, competencias.
• Espaciales: Territorio, arquitectura, plazas, encrucijadas y sitios de encuentro, cafés y bares, etc.
En otros lugares hemos planteado la necesidad de 'entregar' la escuela a la comunidad.
Esto resulta un tanto metafórico cuando sabemos de la inexistencia de las escuelas y de las comunidades como comunidades integradas.
Las escuelas son el resultado de acciones gubernamentales casi en su totalidad. Son muy pocas aquellas que han surgido como producto de una actividad mancomunada comunitaria y sus historias mayormente han sido las de unas instituciones de existencia puramente administrativa. Algunas que por momentos lograron una real existencia, una fértil subjetividad colectiva con interesantes productos, se han visto avasalladas por la presión disolvente del ambiente.
Esto ha sido atribuido, generalmente, a la "explosión matricular" lo que es muy parcialmente cierto. La explosión matricular la ha habido, pero ella ha ocurrido sin que la acción educativa se propusiera como una gestión comunal, que integre, exprese y conserve las comunidades, su cultura y sus proyectos.
Lejos de ello la acción educativa se ha planteado como una acción buena de por sí, como un servicio, cuantitativa y estado-céntrica, que pretende educar a los niños en los exclusivos y apriorísticos propósitos del estado que, como hemos dicho, es percibido por la nación como gobierno y, peor aún, como el ejecutivo presidencial.
Estas razones nos hacen proponer la acción de integración comunal como compañera de la acción de cambio educativo y descentralización.
Ahora parece haber consenso en la necesidad de iniciar un MOVIMIENTO DE CAMBIO EDUCATIVO. Pero éste no puede desligarse de la interacción que debe plantearse con las comunidades.
La escuela, el sistema educativo, tiene una enorme red organizativa, de locales y personas capacitadas para acciones en colectivo. Ahora, ese enorme capital es muy magramente utilizado y lo es, como ya hemos dicho, mayormente para la custodia de los niños y la dotación no lograda de enseñanzas y destrezas, con escasa participación de los mismos niños o sus familias y comunidades de origen.
Lo que proponemos es que la acción de cambio educativo debe realizarse en la doble dirección de las escuelas y de sus comunidades, propiciando una interacción entre ambas que resulte en su integración como una sola comunidad.
La escuela debe ser continuidad y mejoramiento de la cultura comunal.
Esto de integración, concebida en primer lugar como integración cultural, debe entenderse en toda su importancia y profundidad.
Hemos descrito el carácter de enclave administrativo y cultural que han tenido las escuelas desde su traída por los españoles. Este carácter que se ha mantenido a pesar de la independencia y a pesar del proceso de modernización y neo-occidentalización industrial, no sólo implica los problemas de excesiva centralización estatal señalados desde diferentes perspectivas político-económicas, sino que desde la perspectiva ética y pedagógica tiene serias repercusiones.
El efecto ético, que ya hemos señalado, es el de ruptura de la subjetividad individual del niño. El estudiante se ve obligado a asumir la cultura de la escuela, a mimetizarse o a huir. Una pequeña porción, habitualmente aquella por razones familiares tiene un antecedente cultural más coincidente con la escuela, asimila o encuentra continuidad en ella. Una segunda porción logra desarrollar eficientes mecanismos de mimesis o sobrevivencia para pasar filtros, exámenes y pruebas, reprime resistencia, permanece y egresa. Un tercer grupo, mayoritario, no logra descifrar la relación o canalizar sus resistencias y resulta excluido. Agregándose esta causa de exclusión a las ya bien conocidas de origen socio-económico.
No obstante, en los tres casos y, sobre todo en el segundo y tercero, el efecto ético es de ruptura, porque la propuesta escolar es obligatoria y compulsiva y ya ha logrado implicarse con la condición o no de ciudadano. Si no vas a la escuela no eres persona, no eres ciudadano, eres un engendro de ACUDE.
El efecto pedagógico no es de menor gravedad. Toda la experiencia y sabiduría vital del niño es ignorada y negada por la escuela -y, consiguientemente, la de su familia y comunidad-. Viene a la escuela a "hacerse gente". Esto supone que el niño no tiene nada que comunicar, no tiene significados con sentido. Si no hay continuidad cultural no hay continuidad de significados, no hay sentido, nada tiene sentido.
En esta condición la proposición del maestro y de los textos toman el carácter de una sucesión interminable de abstracciones que resultan sólo válidas y significativas como acopios memorizables para ser eventualmente contestados cuando se pregunten. Habitualmente, en las condiciones represivas de un examen.
Este efecto es terminante para los procesos de construcción de la lectura y escritura y la adquisición de los estilos y variedades lingüísticas escolares y académicos. El tan preocupante problema de la lecto-escritura y el amor a los libros, tienen mucho que ver con este choque, con esta ruptura de la continuidad cultural entre las comunidades y la escuela.
Básicamente, la lengua se desarrolla y construye con el uso. Y el uso de la lengua sólo es real cuando se comunican significados,
(Que es lo que estamos llamando lenguaje vivo) cuando se arman ristras de signos coherentes para expresar percepciones propias, mucho más que cuando se repiten sonidos o grafismos o expresiones de otros (que es lo que llamamos lenguaje muerto). Los significados que tiene el niño son inseparables de su vida comunal y familiar, y ellos encuentran cauce en ciertas formas de expresarse que son inherentes a esa cultura, y que la constituyen.
En esta perspectiva, insistimos, la integración de las escuelas y la integración de las comunidades a las que ellas pertenecen son dos procesos simultáneos e impostergables y que no se pueden soslayar al proponer un proceso de cambio educativo.
Un gran inconveniente de estos procesos integradores es el que surge de las presiones desintegradoras persistentes de los mensajes industrialistas que están en el ambiente y que son constantemente repetidos por los medios de comunicación e instituciones estatales. Ellos imponen símbolos extraños, occidentalizadores y cosmopolitas que desdeñan los valores y posibilidades inmediatas de individuos y comunidades. Es decir, las mismas- fuerzas que desataron la desintegración actual, persisten, aunadas a la internalización de ellas mismas en nosotros. El estado en dominio, la asunción como propios de los valores y propósitos extraños, la ruptura ética se hace cómplice de las fuerzas externas. Esta relación, en plano de inferioridad con los valores europeos y occidentales, obstaculiza lo que podría ser una negociación o intercambio libre y productivo con ellos, de la cual podríamos escoger o aprender lo que decidamos y nos sea provechoso. Pero esa condición asimétrica y en dominio con ellos elimina toda discusión asimétrica, toda critica, todo discernimiento y, a la postre, pretende, envidia y toma el todo sin distinción de sus pecados y en olvido de sí mismo.
Esta situación requiere el logro de un "ambiente de cambio". Este debe entenderse como un estado de disposición nacional compartido por la mayoría que permita que los avances parciales, en ciertas comunidades, no regresen tan pronto la presión de sus iniciadores cese, sino que los logros y avances en una escuela y comunidad se divulguen y comuniquen a las otras. Un ambiente de cambio que suponga el apoyo y estímulo de los medios de comunicación, Estado, organizaciones e instituciones nacionales y regionales que le preste cobijo y apoyo a las iniciativas aisladas que en muchas oportunidades tendrán que enfrentarse a intereses o incomprensiones locales.
Un "ambiente de cambio" no debe tomarse como sustitutivo de la acción directa de base que será siempre la fundamental. Más aún, ese "ambiente de cambio", planteado en ausencia de la acción de base podrá ser recibido como otra presión institucional más, que no supone la participación sino la espera pasiva.
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