El Expreso Polar, en bello artilugio digital, recoge niños, incluyendo a uno pobre y a una linda niña (Condolezza Rice de ocho años), para que vayan a rendir devoción al dios de los regalos, (Santa Claus) señor de una prodigiosa línea de producción y distribución, también digitalizada y que, gracias a ello, no dejará a ninguno sin atención y regalo.
Calidad maravillosa y constitutiva, inevadible de los humanos esto de crear dioses y divinidades. Religiosidad la llamamos. Religiosar (podemos hacerla verbo) sería proyectar ánima y capacidad procreativa a nuestras percepciones y construcciones. Y así salieron por milenios, en todas las culturas que sepamos, dioses, héroes, santos que han configurado vida, muerte, vientos, soles, aguas, montañas, bosques, orígenes, guerra, odio, amor, belleza, destinos, devenires, fatalidades.
Y la poesía nos hiere, la música nos desajusta, los colores nos humedecen y los trazos nos ponen a leer alfabetos cavernosos. Las sombras tardías de los árboles se llenan de ojos y cualquier piedra se hace flauta. En esta maravilla de volcarnos en las cosas.
Con la Modernidad occidental y la Iluminación se pretendió dejar atrás a todo dios, oscurantismo dijeron, alcanzando sólo a cambiarle los nombres, por esos que aprendemos en la escuela: razón, concepto, definición, argumento, ley, principio, teoría, teorema, fórmula y hasta, paradigma, ya en el umbral de su relajo,
Fatigada la modernidad, sintiendo vecino el techo, ha comenzado a animar nuevas creaciones, y a lo inasible se le llama complejidad, sistemicidad, caos, incertidumbre. Nuevos nombres divinos y primales para nuevas realidades.
Y así seguiremos por estas culturas devotas de diversas deidades, y aunque molestas puedan parecer a los ultrosos de la cientificidad, gracias a esos recursos de fe, referentes, valores, nos podemos comunicar, dotar de sentido a nuestros actos, hacer grupos, comunidades y naciones.
Y si llegáramos a divinizar, como gran dios de todos, a la diversidad, a cultivar y necesitar la diversidad de gentes y naturaleza, estaríamos en la ruta de la paz. Y no se mataría en nombre de dios, ni se cultivaría el terror, ni se dinamitaran infieles. Ni se acabaría con los cielos en nombre del dios progreso, ni se invadirían pueblos ajenos en nombre del dios civilización. Ni unos derribarían torres, ni otros, en venganza, decapitarían mezquitas.
Pensar nuestro país con esta gran referencia de la necesaria e inevitable diversidad, es convocar, a la vez, a la negociación como el gran instrumento. Negociación que implica la posibilidad del propio error y la riqueza del acierto ajeno.
Pareciéramos estar de regreso de los caminos llenos de barrancos de violencia y se gana tiempo para miradas panorámicas que revelan viejos y potentes problemas como estos, en primera plana, de las tierras improductivas o la corrupción refugiada en las más íntimas proximidades. Dos de los muchos y viejos que demandan acuerdos nacionales. Dos de esos que matan proyectos y dislocan grupos y partidos al tocar lacras familiares. Tanto al latifundio como a la corrupción hay que aislarlos desde una perspectiva compartida. Sin esconder su presencia y daño. Sin esquivarlos con el borroso lenguaje de la tradición política.