Dignidad y participación son dos valores complementarios.
La dignidad es el saber –saber en actos– de sí como sujeto pleno para la empresa, para la aventura y la creación, para la acometida y la defensa del propio logro. Se refiere a la calidad del sujeto, de la persona y aquello que debe ser respetado y cultivado en él para conservarlo como tal. Tiene que ver con lo que el lenguaje psicológico llama “autoestima”, pero que es mucho más que un asunto psicológico, es una condición ética, de la totalidad corpórea.
Conviene diferenciar la dignidad del orgullo que es, más bien, la muestra del oropel, gestos y maneras que distinguen la posición o jerarquía dentro del grupo.
La formación de seres humanos dignos es el propósito fundamental de la educación, sobre todo en cuanto que esa calidad de la persona será la que facilite aprendizajes y creaciones, la construcción del País.
La participación es función de la dignidad, es hacer que cada quien se sienta parte de un todo al que se presiente incompleto sin él y, a la vez, que cada quien se sienta obligado a ese todo, a ese grupo, a esa nación. La participación es un derecho, no algo que se recibe como una dádiva.
De manera que el cultivo de la dignidad se logra con la participación, con el ejercicio social, con la interacción y comunicación, con el reconocimiento.
Pero la participación no se puede esperar obligando al participante a dejar de ser lo que es o, dicho de otro modo, la participación es profunda en la medida en la que quien participa lo hace desde su diversidad, sin negarse, sin tratar de ser el que no es. Ello implica, de parte del maestro, una disposición negociadora en cuanto a la búsqueda de las áreas compartidas por todo el grupo, además de la mediación que debe hacer entre esa diversidad y lo que se busca como aprendizajes. Todo ello, sin impedir la participación, sin acaparar el discurso con lecciones, a veces muy tediosas e ineficaces.
Así, democracia, como está en la Constitución, es participación desde la diversidad en un país que, además de ser multiétnico y multicultural, es, como todos los países, una convergencia de diversidades personales.
Si buscamos una educación de calidad, ella no sólo debe lograr cobertura, llegar a todos. Debe también conservarlos, retenerlos en escuelas y universidades. Pero la pobre calidad del sistema educativo hace que porcentajes muy grandes de los jóvenes que ingresan al sistema sean excluidos antes de culminar los diferentes niveles.
Cambiar la calidad debe comenzar por transformar las clases en gratos ambientes de aprendizaje. Ambientes de participación, interacción, cultivo de la dignidad y respeto a la diversidad. Y esto debe estar explícito en el articulado de la Ley que ahora se discute.
Estos cambios deben concebirse como procesos que no serán simplemente determinados por una ley, por muy buena que ella sea. Son procesos difíciles que requieren –además del concurso de todos los venezolanos– persistencia y continuidad, más allá de los giros electorales o políticos. Cambios en los cuales se fortalecerán algunos valores, como la democracia, la participación y la dignidad y se desplazarán otros como la creencia en que el conocimiento se transmite como el agua o la electricidad.