La comprensión de la propia condición y del propio entorno y la actuación consecuente con esa comprensión tiene que ver con la dignidad.
Venezuela está llena de cosas indignas: corruptelas, prebendas y privilegios, exclusion social, discriminación étnica y de género, y siga contando. Pero pocas aparecen configuradas con grandes y resaltantes íconos. En símbolos de amplia y distante percepción. Ahora tenemos uno: la torre este del parque central perfilada como un gigantesco fosforo a medio quemar.
Símbolo de la pretensión de una vanidosa arquitectura que ignorando el entorno, el clima, las tradiciones culturales, las capacidades técnicas y el millón de kilómetros cuadrados de territorio semi-desierto se empeñó en clavar en el centro de la ciudad un par de lápices, de costosos e inadecuados lápices.
Esas vanidades arquitectónicas por supuesto que no son nuevas ni exclusivas de aquí. Sauditas se las llamo algunas veces, faraónicas otras y, con más precisión, pantallería de país minero.
Con pesadumbre, propio y difícil dolor, buscando caras que poner, vimos por horas crecer con el viento el consumo, imaginando cosas: bomberos en asfixia, torres gemelas, misiles de venganza, país con los hombros caídos.
Las culpas no tardaron en brotar y los fáciles y acusadores dedos políticos simplificaron la cosa.
Por años tendremos que ver ese palo de fosforo quemado que deberá recordarnos lo necio y lo ignorantes que somos de la maravilla que nos rodea, de cosas como este formidable valle caraqueño que resulta tan generoso y fuerte, que, a pesar de haber hecho todo lo posible por destrozarlo, contaminarlo y llenarlo de monstruos y adefesios, cubos negros y de otros colores y formas trasladadas, todavía renace con las lluvias y regala las mañanas transparentes de enero.
Es fácil y tal vez cierto decir lo del mantenimiento y prevención, de la ineficiencia administrativa. Pero eso es circunstancia. Lo de fondo es que hay miles de cosas indignas en edificaciones, ministerios, escuelas, proyectos, planes, programas, formas organizativas que hay que revocar y adecuar. Poner en consecuencia con lo que venimos siendo y podemos ser, con nuestro ámbito e historia alejándonos de las pretensiones proyectivas, que, ignorando todo ello, nos han metido, con grandes costos, por canales de una racionalidad prefabricada.
En muchas oportunidades hemos hablado de pertinencia para los aprendizajes propuestos en la acción educativa. Pertinencia como continuidad con lo que los estudiantes traen a las escuelas, con sus acervos y memorias familiares e individuales, con sus aspiraciones y proyectos por armar. Pertinencia social como utilidad y adecuación a lo que el País ha sido, es, espera y necesita para construirse.
Si revisamos lo que se predica en escuelas y universidades encontraremos, como nosotros lo encontramos permanentemente, que la pertinencia, que la explicación del para que de los contenidos propuestos es extraña. Como noción implícita el estudiante sabe que el para que de ellos es la aprobación de exámenes y pruebas, el pasar de grados el obtener credenciales.
El Parque Central ha sido una tremenda impertinencia.