EL TERROR Y LA VIEJA POLÍTICA

Arnaldo Esté

tebasucv@cantv.net

17 de septiembre de 2004


Bowling for Columbine hace un trazo grueso –tan grueso como su director– del uso suicida del terror para atenazar a un pueblo. El mecanismo tremendo de aterrorizar para llevar a consumir. Se fabrican enfermedades y se venden sus remedios. Y el miedo se cuela desde adentro hacia más adentro, desde la nada hacia el cada momento, desde todas partes hacia cada célula. Y quienes podrían vivir en el vecindario del Paraíso, construyen con peculiares líderes políticos y mediáticos un infierno de a pedacitos que ni siquiera presta la opción de ser simbolizado para apuntar la dirección de un odio defensivo. A los venezolanos se nos fabricó un terror polarizante. No se bien donde comenzó, con la rubicundez presidencial o con el anuncio de la amenaza castro-comunista, pero aquí estamos y de aquí hay que salir.

Ibsen Martínez reclama la ausencia de políticos negociadores. A la vieja política del poder y las cúpulas ciertamente se la trato de cambiar. A finales de los sesenta, y abonado por el fracaso de la lucha armada, de una guerrilla de gran vocación inmediatista y golpista, de unos partidos alumbrados por el leninismo y de unos lideres con grave facilidad encapsuladora, de autoenqustamiento, de homeostasis, surgió un brisote de horizonte fresco, que hablaba de abrir las organizaciones y de horizontalidad, que desgraciadamente no alcanzó a pasar de pretensión y propuesta. Sólo llegó a las magras germinaciones de la renovación universitaria, el MAS, la Causa de Alfredo Maneiro y unos copeyanos agitados. Fue la justa y necesaria reacción contra las estructuras agarrantes. No prosperaron ante el contexto partidista y los simplismos electorales, pero por ello no se les debe privar de su hermosura y promesa. Así se inició la crisis de los partidos y de una democracia para pocos, a lo que no se debe regresar cuando reclamamos, justamente, políticos con capacidad para dialogar y negociar.

Ese reclamo sigue vigente, y es la pregunta –y te gustan las preguntas Ibsen– sobre los alcances de la democracia. Tal como la hemos vivido, mucho más importada que construida, se nos atraganta a cada rato cuando no soluciona de inmediato o se empoza, con gran facilidad, en las madejas de fácil textura de los veteranos trajinantes.

Todavía no hay alternativa para el juego electoral y sus inevitables trapacerías. Que no son extrañas, nuevas o vernáculas: siempre se ha trampeado con las mentiras, propaganda y medios monopolizados. Con las contabilidades, actas, proporciones o representaciones. Sabemos que aquello de “expresar la voluntad popular” también es un constructo. Ni siquiera las asambleas (¿recuerdas el “asambleismo”, la oratoria y las claques amarradas?). Ellas se parecen mucho a los ambientes de televisión, donde se obliga una manera de hacer discursos. Las televisoras –y no por culpa de su técnica– con tanto poder como las catedrales góticas, son un contexto que hilvana contenidos obligados, que rebotan y retumban mucho más allá de sus linderos físicos.

Pero no por estas cosas nos vamos a refugiar en la poesía del anarquismo (que siempre resultó egoísta para mis papilas) y hay que proponer. Además de elecciones hay que armar comunidades. Hacer que la gente se encuentre y organice y aprenda a buscar en cada nivel la solución a sus problemas, entre otras cosas porque el petróleo, ya bien lo sabemos, no alcanza para mantener a todos los chinchorros colgados. Y porque participar y sentirse oído es una mejor manera de vivir.