Se puede hablar, muy pretenciosamente, de fenomenología del cambio social. Sobre todo ahora que gobierno y oposición se plantean la necesidad de diseñar un proyecto. Los primeros con la pretensión explícita del cambio (asumiendo de entrada el techo del viejo término “socialismo”). Los segundos extraviados en un pasado que no alcanzan a sacudirse. Pero, que en ambos campos haya conciencia de la necesidad de búsquedas y proyectos, es una gran ganancia que me pone optimista.
Se pueden aparentar cambios con leyes o aparatos nuevos. Los voluntarismos de las vanguardias, a veces saturadas de dogmatismos o vilezas encubiertas, pueden asumir para sí una ilusa fuerza determinadora, que los hace intolerantes y sectarios dificultándoles ganar aliados o transigir con las sorpresas. También hay mimetismos, disfraces de cambios: ante el imperio, el dominio, la represión o la conveniencia la gente simula haber cambiado, cuando lo que ha hecho es esconder sus creencias para hacerlas resurgir luego con mayor efervescencia radical. Los cambios sociales en profundidad son cambios en los valores. Los valores –en sus variantes éticas, epistémicas, estéticas, ecológicas, religiosas– son instancias de fe originadas en la constitutiva e inevitable religiosidad humana, esa capacidad que tenemos de animar y dotar de fuerza generadora nuestras percepciones y creaciones. Los valores se instalan –y a veces también hacen crisis– para servir de soportes indispensables para la comunicación y a la vida social. Y para diferentes ejercicios pueden alimentar o frenar la creatividad. Cambiarlos o fortalecerlos, según sea necesario, es cosa de proceso. De juego e interacción social con compromiso, continuidad y persistencia, requisitos frecuentemente contrariados por los apremios políticos y las periodicidades electorales.
Así, para mencionar un ejemplo, cambiar, para mejorar, la calidad educativa tropieza con un valor muy arraigado: los maestros creemos que la palabra transmite el conocimiento y que el conocimiento existe allí, objetivamente como el agua o la electricidad y que pueden, por tanto, servirse. Por ello se dan clases y lecciones en las que es necesario mantener a los estudiantes silenciosos, obedientes, convergentes. Eso, sabemos, funciona poco para propiciar aprendizajes pero está arraigado y cuesta cambiarlo.
Sabemos también que nada sale de la nada, que la calidad de la persona tiene que ver con su historia y con la validación en dignidad de ella para poder inventar, crear o, incluso, cambiar. Eso de acabar con el pasado no pasa de ser una metáfora calenturienta.
Comprender la propia historia para nuestro caso no es otra cosa que comprender este país, con métodos y maneras de aproximarse adecuados a lo que él es como diversidad. Por ello, reproponer el arsenal del socialismo –o el liberalismo– por mucho siglo XXI o conveniencia política que se le agregue, le pone plomo en el ala a la posible comprensión que resulte.
Hacer proyectos es necesario. Ellos permiten cohesionar a la gente y dar sentido a sus acciones. Pero, a estas alturas y con los recuerdos de muchas tiesuras y dogmatismos, los proyectos deben tomarse como referencias flexibles que se deberán adecuar a los procesos y a las mismas experiencias que los logros o fracasos van dejando. No hay lugar para ortodoxias doctrinales ni apego a textos. De manera similar, las vanguardias –partidos o como se las quiera llamar– deben tener esas calidades de flexibilidad e interacción con los procesos que propician.