Alguien impertinente es un rompegrupo, que no percibe lo que pasa, que tiene trastornos de adaptación, de adecuación en lenguaje, modos y maneras.
El sistema educativo venezolano, escuelas y universidades, importado como ha sido desde sus orígenes españoles y occidentales, es impertinente. Poco tiene que ver con lo que el país reclama a cambio de lo que invierte en él en dinero y gente. Tiene poco que ver, y magras respuestas, para los estudiantes, como personas, como lo que son cultural y afectivamente, como jóvenes en exigencia formativas
Pertinencia tiene que ver continuidad y con utilidad. Continuidad con lo que el país y las personas son y traen en su cultura, acervo y experiencia. Utilidad para las personas y el país y lo que esperan y necesitan para realizarse y construirse. De manera que la calidad es inseparable de la pertinencia.
No hay pertinencia si lo que se propone son abstracciones universalistas, inherentes al ritual escolar o universitario, sólo útiles par a permanecer en el sistema u obtener credenciales.
Tampoco se puede hablar de pertinencia si la propuesta se disuelve en cantidad, en pura cobertura, sin incidir mayormente tanto en la formación de las personas como en el mejoramiento de su desempeño social y productivo.
Al entrar en las aulas de clases o laboratorios, de los diversos niveles o modalidades –y lo hacemos constantemente en nuestro trabajo de investigación– no encontramos cambios relevantes, con muy importantes y ejemplares excepciones, en las maneras muy tradicionales y añejas de educar o propiciar aprendizajes. Profesores y maestros apegados a discursos y lecciones, pobremente trasladados de textos o apuntes sin que haya mayor interacción o participación de los estudiantes y sin que los temas u objetivos propuestos tengan clara y explicita relación –pertinencia– con lo que será el trabajo productivo o los requerimientos o expectativas personales del propio estudiante.
Una de varias modalidades posibles para combinar cantidad, calidad y pertinencia, es la formación y capacitación en sitio –que no a distancia– debe incluir métodos rigurosos de participación, interacción acompañados por profesores comprometidos con lo que hacen y con lo que se espera de ellos. Evitando la pobreza habitual en los estudios caritativos, por correspondencia y folletones, con visitas apresuradas de profesores visitantes o practicismo excluyente de soportes y reflexiones teóricas.
Todo esto implica la superación de los graves problemas de orden ético que ahora nos invaden y que se expresan en muy bajo compromiso y responsabilidad, en actualización liviana que busca más ascensos, diplomas y cartones que saberes eficientes. En un cuadro de desintegración y espíritu de sobrevivencia que se respira en buena parte de nuestras universidad y escuelas. Larga herencia de un antiguo y presente clientelismo y un gremialismo, a veces explicable por los bajos sueldos y muchas veces egoísta, politizado e ignorante de la prioridad del bien social.
Adecuar y darle pertinencia a la propuesta educativa es cosa de armar proyectos, de comprometerse con ellos, de entender que, independientemente de los conflictos políticos o polarizaciones, la acción educativa es cosa de la nación y, a fin de cuentas, de la moral de cada quien.
Es cosa de sentarse a dialogar e intercambiar, en ambientes de rigor dejando aparte –cosa que sé que es muy difícil– trácalas, manejos de mano en la espalda, o cortesanías y posiciones sesgadas por las miradas obstinadamente oposicionistas.