El optimismo es una percepción de contrastes. Uno se siente bien porque en las vecindades hay alguien que está peor o mejor. En la Habana ayer se precisaron los términos de un acuerdo de paz, hay por qué estar optimistas. Es la hora de Colombia.
Mientras, hubo una reunión en Quito un tanto oscura, que no termina de aclarar las perspectivas, pero parece desplazar el espectáculo del primer plano.
Con frecuencia una frontera es algo así como el sumidero de un recipiente donde todos los contenidos se arremolinan. Y Cúcuta y San Antonio son un buen (mal) ejemplo de sumidero. Allí hay de todo a pesar de que la mayor parte de las cosas son siniestras y ocultas. Generales mafiosos, residuos de guerrillas y paramilitares, narcos internacionales, gasolina, tráfico de humanos, de documentos y billetes, y, en mucho, muchísima menor medida, pimpinas, harina y otras lameduras. (Para tener una idea mejor de la poca importancia relativa del contrabando y el bachaqueo de comestibles fronterizo, según la FAO cada persona debe consumir tres kilos diarios, una tonelada por año, 30 millones de toneladas para la población de Venezuela).
Ese rollo fronterizo no es nuevo. Lo nuevo es que todo eso se ha puesto de relieve por los contrastes e intereses políticos. A las pandillas allí concurrentes les interés muy poco la publicidad o las miradas extrañas, pero como ocurre en las películas y en las realidades, una pandilla termina por denunciar a otra para acabar con ella. Un gobierno puede armar escándalos para distraer su desastre.
A Colombia, como ya adelanté en artículo anterior, le llega su hora. De una historia muy intensa que trajo lo mejor y lo peor de la gente y sus agrupaciones. Desde las violencias y torturas más exquisitas, al asesinato como lenguaje político-mafioso. A las formas de explotación y exclusión más persistentes. A las empresas más acabadas para los tráficos y las falsificaciones… La lista puede ser muy larga, por ello el mérito de su recuperación es mucho mayor: una gran dedicación y un alto grado de generosidad.
Esos acuerdos de paz se dan en un panorama mundial que pasa por una de sus mejoras épocas. Uno se ve presionado por las noticias –las “noticias” son, generalmente, malas noticias. Las buenas noticias no tienen mucho poder de venta y suenan candorosas–. Pero cuando uno toma cierta distancia y profundidad ve que luego del genocidio inventado por Occidente con la II Guerra Mundial y sus sesenta millones de muertos y bombas atómicas, las cosas no han hecho sino mejorar. Hubo sí, otras guerras, las más de ellas propiciadas por ideologías, intereses económicos y liderazgos obcecados: Vietnam, Corea, las muchas del Medio Oriente, Afganistán, los Balcanes, India-Pakistán, las multi-provocadas guerras africanas… Las más de ellas reveladas ahora por la historia como crueldades inútiles. Pero al sumar muertes y daños, nada que ver. Con todo y algunas horribles masacres, las cifras y costos van en descenso: los humanos somas cada vez mejores.
Hoy, como marco a los logros colombianos de paz, un Papa de nuevo cuño se reúne con Obama para congraciarse por facilitar a Cuba el retroceso. Se negocia con Irán para que éste, a su vez, se haga valer como pacificador islámico, China toma el partido del comercio y su propio prestigio, y Rusia reivindica su poderío y vende armas. Hay una cierta normalización de los conflictos, y entre estos se cuela un nuevo demonio: Isis y todos se ponen de acuerdo para atacarlo, descubriendo responsabilidades compartidas en su engendro.