Crisis general es mucho más que una simple suma de componentes. Es otra dimensión, otra calidad. Es el salto a la desintegración, a la descohesión, a la ruptura ética.
A las muy mencionadas carencias y violencias se agrega ahora la electricidad, la energía que hace funcionar las casas, locales, empresas e infraestructuras. Endosándole a El Niño lo que ha sido imprevisión, derroche, corruptelas e incapacidad. Un continuado criterio de privilegiar la fidelidad a un mesías, que ha llevado a los militares a ser la primera opción, en lugar de la capacidad y las competencias. Ello ha traído un largo desfilar de ineptos e improvisados, sin tiempo para armar grupos, dándose codazos y empujones por figurar en cargos con opciones de poder, tráficos o las dos cosas, ahora cuando la “revolución” es un lejano globo en el aire. Uno se imagina las reuniones de gabinete y las miradas interrogativas en cruce: ¿Y este de dónde salió?, ¿qué sabrá hacer?
Parecieran anticipaciones de la Venezuela pospetrolera. Aquella que vendrá y para la cual deberíamos prepararnos en la medida en la que el petróleo, como fuente de energía, vaya pasando de moda al ser reemplazado por otras fuentes y otros ingenios menos costosos, más eficientes, menos dañinos y que ahora concentran crecientemente a investigadores e inversionistas, tal como lo ilustra la muy citada expresión del jeque Ahmed Zaki Yamani: “La edad de piedra no finalizó por falta de piedra y la era del petróleo no terminará por falta de petróleo”.
Esos cambios necesarios, que van mucho más allá del rentismo y del populismo que el gobierno ha usufructuado, se manifiestan como graves problemas y graves encrucijadas.
Cambios que exigen acuerdos nacionales de todos para poder soportarlos y superarlos.
La gravedad de la situación pareciera no ser percibida y se ofrecen y afloran “medidas”, recetas para síntomas. Se habla de cambio de modelo, en un lenguaje saturado por los economistas. Hay que ir hacia otra comprensión del país y, en consecuencia, hacia un proyecto que ahora no existe, a menos que generosamente quisiéramos ver en los remiendos ideológicos y políticos cierta coherencia.
La emergencia requiere convocar y participar en una movilización y presión hacia la búsqueda de entendimientos y negociaciones para iniciar una transición con la participación de todos. No por generosidad o candidez sino por exigencia política, por método.
La acumulación y surgimiento diario de cosas que estallan o se caen presionará la inteligencia de los más lerdos. Se les pondrán en la nariz impidiéndoles ver otra cosa. Tendrán que sentarse a negociar, no simples medidas, sino todo el coroto.El gobierno tendrá que mirarse más profundamente en su espejo y saber que el rentismo populista no fue un accidente sino su principal recurso de remedios y teatros. Tendrá que explicarles a los militares que lo apoyan y lo usufructúan, que se controlen y que se hagan a un lado.
A su clientela inmediata y cofradía de aplaudidores, que se contengan, que en vez de aclamar trabajen para negociar, que comprendan que la cosa se cae. A sus innumerables ministros, viceministros, intendentes y superintendentes convencerlos de que la negociación profunda es la manera. Y que si pretenden sobrevivir como partido, como movimiento político para futuras elecciones tendrán que poner en la nevera sus apetitos o propuestas. Para estas funciones pensamos, con discreto entusiasmo, en el nuevo vicepresidente y su experiencia política. Pero no lo sentimos, tal vez prefiera permanecer agachado esperando que la furia de los hechos exija y haga oportuna su emergencia negociadora.
Pero lo seguro, entonces, es reunirse, encontrarse, hablar, discutir y constituir un gran movimiento de presión, de exigencia de negociar para ir hacia una transición. Grupos, universidades, ONG, sindicatos y gremios, personalidades, hospitales, fábricas…, pronunciarse, hacerse notar, hacerse una voz: hay que negociar para sacar a este país del abismo.