Uno se siente envidioso y a la vez tentado por los devaneos esotéricos en el suave escribir de Rodolfo Izaguirre o en la incursión programática de Fernando Rodríguez (ambos en le edición del domingo 29 de noviembre). Disfruté de la democracia que sobrevive gracias a El Nacional.
Rodolfo se la bota con la cita (las citas, que son generalmente infelices y pretenciosas, sobre todo para breves escritos en periódicos) de William Blake: “Para ver un mundo en un grano de arena y un paraíso en una flor silvestre, sostén el infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora”. La leo como el atajo necesario entre las grandes ideas y sueños y lo cotidiano: la belleza del aterrizaje.
Un hachazo a la cortedad imaginativa de los envirulados gobernantes. Refugiados en el peligroso culto al pre-dictatorial comandante. Solamente predicativos, nada sensibles.
Fernando, propone para el país, con bastante conformidad digo, “Yo diría, para simplificar, hacia un solo norte, un único puerto: la modernidad, la racionalidad como norma y la tolerancia como destino”.
Eso tiene un seco sabor a retorno a un pasado que nunca fue nuestro. La modernidad, concisa simplificación de los historiadores y filósofos, de unos siglos de la historia occidental, incubada en Europa y extendida, por las buenas y las malas, a buena parte del mundo actual.
La racionalización de la complejidad humana a los raceros de las fórmulas y enunciados: (la “navaja de Occam usa mm mm para título de su último libro) aparece cada vez más dejando por fuera de esa “racionalización” cosas mucho más valiosas e importantes que lo que logra concluir.
El socialismo, para no evitar nombrarlo, es una racionalización de pretensiones científicas (la historia como ciencia) que abstrae lo social a los términos de las “necesidades” históricas. Con esos recursos y argumentos, tan ferozmente asumidos, y al igual que los dogmas religiosos, trajeron las peores carnicerías y desguaces de esa misma historia. Era “necesario” hacerlo.
Para Venezuela lo adecuado es la profundización de la Democracia, pero la democracia como método, no como ideología, del juego social, familiar, educativo. Su asunción no como tolerancia –la tolerancia asume la superioridad del que tolera–, sino como disfrute de la diversidad. Así, vamos más allá de la racionalización de los procesos sociales y más bien los entendemos como campos de cultivo. No la aplicación de lo ya argumentado (teorías ideologías), sino la posibilidad de acercarse a los terrenos de William Blake, de la mano como espacio, de la inmediatez como seducción y la creatividad como codicia necesaria.
Es un terreno, un campo de la filosofía por trabajar: lo digital, por ejemplo, va siendo una manera de ser, como ya lo fue el libro impreso. Gracias a ella los sutiles matices antes imperceptibles por los recursos del lenguaje y los signos, y relegados por tanto al mundo de los sensorial y subjetivo, ahora se tornan asibles. El arte crece en importancia y se hace cotidiano y las maneras “artísticas” del vivir se legitiman crecientemente. Se vive para el disfrute y el arte es su manera principal.
Todo esto suena, y lo es, sublime y remoto. Pero este país tiene ese derecho: aterrizar para otro mundo.
Por eso enfatizamos en la educación, a la que deben concurrir todos los esfuerzos: Gobierno, Asamblea Nacional, Poderes, Universidades, Escuelas, Medios como ambientes de aprendizaje en los que la práctica y el modelaje son mucho más que las prédicas y palabras, los recursos principales.
¿Mucho pedir? Claro, ¡no me puedo plantear menos!