El principal enemigo del gobierno es la crisis general, no son los opositores.
No solo perdió la iniciativa sino las algodonosas referencias ideológicas que trataban de argumentar la itinerante y escénica voluntad del presidente anterior. El Socialismo del siglo XXI suena cada vez más hueco y anacrónico. No hay sino que leer las recientes declaraciones de los ministros disidentes pidiendo lealtad a la ortodoxia y además buscar, lo que entre líneas se puede encontrar, en las protestas de fe de algunos personeros inteligentes.
El gobierno está sumido en el mundo de los instintos y no tiene capacidad para ejecutar sus propias decisiones, buenas o malas, con cierta coherencia. Ante los problemas simplemente reacciona. Un comportamiento instintivo, de sobrevivencia, que concibe un campo de decisiones con una brújula de solo dos polos: el de los nuestros y el de los enemigos.
En el campo nacional, la ausencia del pegamento petrolero, lo descuaderna, lo deshilacha. La crisis, con manifestaciones en cola, condiciona todo compromiso, toda oferta. Los servicios públicos imprescindibles se deterioran, el transporte se va deteniendo. Uno pareciera estar esperando los gritos de ¡sálvese quien pueda! ¡Ya vendrán!
En lo internacional sus pecados políticos, su agresividad y lenguaje guapetón, su autoritarismo y monopolio institucional lo muestran alejado de las exigencias democráticas. El aura de revolución socialista se disuelve. Los apoyos latinoamericanos, que una vez tuvieron aromas de izquierda o petróleo, se descubren subordinados a las exigencias de cumplir con sus compromisos electorales y tienen cada vez más el sabor de simples saludos. A ello se agrega el torpe manejo, lleno de vaivenes, del diferendo con Guyana
Este cuadro extrema las preocupaciones y es muy difícil predecir lo que va a ocurrir.
Hay que pensar, como muchos ya lo comentan escarmentados por pasadas experiencias, que estará buscando un nuevo recurso de escena, otras misiones, otro dakaso, otro pleito distractor. Cualquier recurso electorero aun cuando ello suponga mayor destrucción del País y de su capacidad para crear y producir. Un derrumbe que nos colocará en el grupo de los países más pobres y necesitados.
¡Hay que tomar la iniciativa!
Este panorama niega cualquier salida violenta, que no haría sino agregarle muertos. Obliga, no solo a ganar las elecciones parlamentarias sino a plantearse la reconstrucción. Una reconstrucción difícil y prolongada que requerirá un gran acopio de recursos. Un campo de unidad al que deberá llegarse con el diálogo y que podrá prosperar con negociadores adecuados.
Se bien que esto suena impopular, a sermón, a consejo repetido. Y lo es. Más allá de lo necio que es aconsejar y que mucho más atractivo es embanderarse y gritar, hay que hacerlo y tratar de realizar lo aconsejado. Lo precario del País, su vieja enfermedad holandesa que con esmero cultivó una tendencia a recostarse y a esperar que otro resuelva, no lo muestra fácil para un partidismo tradicional de simples pretensiones electorales.
La transición, antes o después de las elecciones, pasa por un gobierno de coalición, de acuerdos en personas y tareas. En ese curso, alguien tiene que mediar, que procurar los acercamientos y confianzas necesarias para sentarse, colocando las graves cartas sobre la mesa.