APOLOGIA DE LA FE Y LOS VALORES

LA FORTUNA DE VIVIR EN ESTA ÉPOCA


Arnaldo Esté

27 de junio de 2006


Voy a tratar de resumir en mil palabras y, a la vez, comunicar con claridad algunas ideas de un curso de trabajo que ya se ha vuelto largo. Largo porque procede de muchos años metido con inquietud en los ambientes educativos, en las escuelas. Más largo aún porque la intensidad de la reflexión filosófica sobre lo hecho, con facilidad se vuelve tortuosa y con cierto aroma de testamento.

La palabra fe en ambientes intelectuales y académicos tiene resonancia cursi. Evoca sombras, refugios y repliegues o dogmatismos ajenos a la deseada argumentación científica, al discurso de la racionalidad autorizada. Son frecuentes las expresiones de ese origen cuando para descalificar una proposición se la acusa de valorativa. Contrariamente a esa percepción quiero reivindicar la fe y lo que está por detrás de ella como asunto de discusión actual y la fuerza que de la fe dimana tanto para la vida cotidiana como para las grandes obras y acciones, buenas y malas, de la humanidad.

Guerras, grandes obras de arte, descubrimientos y creaciones científicas, privaciones y sacrificios, tiranías y terrorismos de diversas índoles, implícita o explícitamente, parten o se soportan en defensa o imposición de valores. Valores éticos, estéticos, epistemológicos, religiosos, ecológicos se descubren como fundamentos al descorrer argumentos y apariencias, detrás de la ciencia, el arte, las leyes, la cohesión social, el poder civil o eclesiástico, la relación histórica.

Pero no sólo detrás de las grandes obras. La vida cotidiana, la pequeña inmediatez de nuestros actos se gesta, logra y da referida a los valores que como ojos de gato o líneas blancas de las carreteras, ubican los extremos, los linderos entre los cuales esas decisiones o acciones serán aceptadas o recibidas como verdad, gusto o violación, reafirmantes o infractoras de lo necesario para preservar el todo social y su cohesión.

Pero vivimos en un grandioso cruce de caminos. De lo inmediato nacional y del resto del planeta, llegan noticias de fin de un mundo y emergencia de varios mundos. Y todo ello con gran turbidez, con liderazgos vociferantes de ambiciones proféticas.

Muchos valores habrán de cambiar. Antes las vidas ajenas, próximas o distantes, llegaban a todas partes y se incrementaban por la imaginación, habituada a los sonidos graves de las oquedades catedralicias y por fantasmas interiores configurados por luces esquivas aprovechadoras de los humos de hogueras y pobres lámparas para acompañar y dar profundidad y presencia a chismes, cantos y otras maneras de recibir esas vidas.

Ahora pareciera que lo lejano es muy próximo y cotidiano pero en realidad, aquellas sombras fantasmas y oquedades siguen existiendo y aprovechando nuestra disposición para la angustia y el imaginario religioso. Fotografías, televisoras, maravillas digitales, tan de detalles y llenuras, arman nuevas realidades que acosan con igual fuerza esa potencia fantaseadora. Realidades de otra estirpe pero no de menor o mayor fuerza que las de las catedrales y templos.

Y es que los valores, a fin de cuenta, terminan por constituir en realidades las percepciones y noticias que nos llegan.

Como muy probablemente ocurría por aquellos años del Renacimiento, Europa se conmovía con noticias y profecías de fin de mundo. El gran imperio de la revelación se derrumbaba. Y se moría sin motivo y cualquier motivo era justo para matar. Las guerras, tan frecuentes eran, que se perdía la noción de su dirección o causa, o del simple nombre del enemigo. Y la aventura se hizo tan frecuente como la razón para condenar al aventurero.

Mirar alrededor con afán de disfrute o con afán de investigador curioso exige, como otras veces, repartir el tiempo entre la proximidad y la distancia: la proximidad para no perder detalle y sentirse en la propia rumba y alimentar la carne; la distancia para ver el contexto y el conjunto y alimentar así los razonamientos y argumentaciones. En ambos casos resulta difícil no sentir muchos ríos en crecida: unos abriendo nuevos cauces otros reclamando sus viejos cauces invadidos.

China, India, Persia, Sur América abren alas y disputan territorios. Y una manera de organizar las cosas y de referirse a una realidad única y cierta, muy estabilizada en academias y universidades, percibida como desarrollo y curso necesario en los valores de Occidente, no sólo está conmovida sino que se desdibuja reclamando reemplazo.

Nos educaron para aceptar la existencia de referentes universales con los cuales tendríamos que contrastar comportamientos y argumentos para ubicarlos como verdaderos o falsos, bellos o feos, sanos o enfermos, divinos o diabólicos, buenos o malos.

Pero la aceptación de esos valores no ha implicado su vigencia. Un valor es una instancia de fe, un producto de la religiosidad humana, de esa facultad que tenemos para animar y darle fuerza generatriz a nuestras percepciones y creaciones. La fe nos apega a esas creaciones y no requiere argumentos ni explicaciones. Sale de todo el cuerpo, de esa integralidad corpórea que somos –mucho más que carne y alma separadas–. No es consecuente a prédicas o sermones, sino a un complejo macerar de prácticas y vivencias. De manera que no es la aceptación de los valores académicos suficiente para que ellos nos constituyan. Ni son los valores lo que sus enunciados abstractos pretenden evocar, a veces, muy lejos de ello, los valores son prácticas y ejecutorias muy diferentes: en términos de las Naciones Unidas, por ejemplo, es igual el enunciado derecho a la vida para un marine y para un mujajedin, pero muy diferente su práctica. Por debajo de ellos seguimos viviendo –y a veces subsistiendo– en esta condición diversa, oceánica, mestiza, impura necesitada de formas, de una estética adecuada que reafirme y conjugue otros y nuevos valores que ahora sólo están en gestión. Una condición que nos hace divagantes y de dignidad menguada, propensos a la copia y a la compra.

La alta exclusión escolar –en todos los niveles– tiene mucho que ver con ese conflicto de valores: entre los académicos y occidentales y los emergentes y aun no formados que se gestan en nosotros.

Educar es, en este sentido, formar. Llevar a la persona a que establezca en sí un conjunto sistémico de valores desde los cuales pueda construir saberes, aprendizajes y conocimientos. Hay, entonces, que generar ambientes de aprendizaje adecuados a esta complejidad que somos, que requiere ejercer la doble función de construirse y construir valores simultáneamente. Incrementar el juego social, la participación que debe ser a la vez un valor en ejercicio y un sustento de la dignidad, y aprender a organizarse para producir en lugar de organizarse para mendigar.