Al hablar de valores generalmente se piensa en valores éticos. Y no es para menos. Se asocia lo ético a los juicios sobre el comportamiento de los grupos y personas, cosa que se viene a un primer plano en tiempos de crisis o incertidumbre. En esos momentos, la cohesión del grupo se siente amenazada y, en una suerte de oración, se invocan los valores como santidades salvadoras.
En realidad, lo ético es lo que amalgama a un grupo humano, es lo que genera cohesión, de manera que lo que atenta contra la cohesión y preservación de un grupo –comunidad establecida, institución, gremio, universidad, nación– es considerado poco ético o antiético. Así, el grupo establecido al sentir amenazada su preservación –su cohesión- reaccionará sancionando los infractores y convocando santidades salvadoras.
Aun cuando todos los valores convergen a lo ético, a la preservación y cohesión grupal, hay, como veremos más adelante, muchos valores que no son propiamente éticos.
La vida social, la comunicación, la creación y producción son posibles gracias a los valores, a la fe compartida. Por esto es de importancia mayor la comprensión del carácter de los valores y las maneras de cultivarlos o cambiarlos.
Una cultura es un conjunto de valores lo suficientemente macerados, como convergencia de múltiples orígenes, mestizajes, sincretismos y acontecimientos conmovedores, como para hacer un sistema. Una condición de conjunción y enmadejamiento que dificulta distinguirlos y definirlos, pero ello no sólo no reduce su importancia y fuerza sino que la incrementa y profundiza.
La religiosidad es una maravillosa y exclusiva cualidad humana. Podríamos llamarla también facultad o necesidad de sacralizar. La religiosidad es la capacidad de dotar o proyectar sobre las cosas –las propias percepciones o las creaciones- atributos, ánima, fuerza generatriz. A tal punto, que éstas acaban autonomizándose hasta determinar a su propio constructor –el hombre–, prestándole cobijo y sobre todo sentido a sus actos.
Esa religiosidad es la que posibilita las artes. La que transforma los simples ruidos en melodías, las rayas y vibraciones en memorias angustiosas. Esa religiosidad que construye las verdades y hace que los pensares puedan ser comprendidos, socializados.
Crea el recinto de los dioses donde su poder es inmenso, y se expresa en diversos conjuntos de valores. Valores que están en nosotros con tal fuerza y tal vigencia que ya ni los distinguimos de nosotros mismos. Tampoco podemos definirlos. Vanidosamente, los reducimos a la animación de íconos o a instancias de espacialidad: apropiables, apresables, de algún modo, manejables. Un gesto desesperado –seguramente–, hijo de la angustia que genera la flagrante presencia de lo indefinido y etéreo.
Me estoy refiriendo tanto a los maravillosos politeísmos que enlazan nuestras propias peculiaridades –individuales y grupales– a dioses generosos que aceptan negociar con los humanos y amoldarse a sus caprichosas circunstancias y necesidades (estoy pensando en María Lienza y en Baco…). Me refiero tanto a ese politeísmo –decía–, como al monoteísmo rígido que pretende reducir aquella democrática religiosidad a un monopolio sacerdotal. Vanamente, en el fondo, porque la necesidad humana de dialogar con sus creaciones y así contextualizar sus maneras y gestos –frecuentemente abstractos–, se suele imponer, y entonces lo sagrado se sustantiva, en maneras peculiares y sorprendentes, y cobra cuerpo.
Gestos, destellos, pequeños detalles compiten con enormes y vanidosos monumentos en eso de la representación de dios, cuando en rigor ni lo modesto ni lo ostentoso alcanzan relevancia alguna a la hora de concitar la fe.
Necesitamos a los dioses, a la fe, para construir el mundo. Pero también los necesitamos para distinguir lo que definimos como la verdad de lo que no lo será, y proyectarla.
Esas verdades se construyen a partir de esos valores-fe-convicciones. Luego, con esos mismos valores, acabaremos falseando la verdad construida. Así es el ciclo. El patrón de belleza que erige hoy a esta obra de arte en canon, mañana la tumbará solo porque el patrón ha cambiado.
Nunca ha sido fácil decir así las cosas. Más cómodo ha resultado refugiarse en el ateísmo. Mudarse a la acera de enfrente y evitar entonces los escabrosos caminos de un debate sin instrumentos libres de esa escabrosidad.
Lo cierto es que a dios o a los dioses no ha sido necesario inventarlos. Como el lenguaje, están desde el inicio y nos constituyen. Y a su vez, recíprocamente, nosotros los constituimos a ellos. Tenemos existencias indisociadas, pues, intrínsecamente compartidas.
Los dioses están desde siempre allí porque no hay manera de apropiarnos de las cosas sin complicidad divina. Las cosas y su animación, es decir, su significado, se nos dan juntas.
La presión por salir de dios no proviene sino de otras deidades. Negar a dios desde la divinidad misma: he ahí el nudo de las más grandes y terribles guerras y matanzas. Esa ha sido, entre otras, la feroz gesta de los dioses positivos, los dioses del argumento y de la verdad razonada.
Larga pelea con diversas caras y carices durante la historia. Guerra hija en vergüenza en Tomás de Aquino; hija atrevida en Bacon; curiosa mezcla político-religiosa en el proyecto de los Padres Peregrinos que fundaron los actuales Estados Unidos; hija melindrosa en Descartes; hija valiente y precisa en Galileo, condescendiente en Kant… En última instancia, mientras de Occidente se trate, siempre ambigua y siempre hipócrita.
Esa es –también– la actual guerra santa contra el Islam. Ir contra dios desde dios mismo. Vana lucha, pues.
A esa verdad moderna, positiva, se la llamó también racional y, en definitiva, objetiva.
En ese punto, exactamente, se abre una de las grandes bifurcaciones de la historia. A un lado la ciencia y al otro la religión. (Dicho sea de paso, dos cursos que no hacen otra cosa que cruzarse, constantemente, en el seno de las instituciones modernas, universidades, centros de investigación, bibliotecas.)
Justamente, gracias a esos valores, como instancia de fe que son, que resulta posible la comunicación, la cohesión social, en suma, la vida misma.
Esos valores, así constituidos, son la fuerza que genera y sostiene a lo social. Ellos pautan y regulan las relaciones sociales.
De allí su esencialidad en la educación.
Fe y valores son instancias indiscernibles. En ellas se soportan las grandes obras y creaciones de la humanidad; de las ciencias, del pensamiento, de las artes, de la religión, de las organizaciones sociales, de las relaciones con la naturaleza… En ellas está el poder de las convicciones que nos llevan a esas grandes obras.
Para mejor comunicar todo esto pondré algunos ejemplos de valores y grupos de ellos. En el entendido, ya anunciado, de la dificultad para definirlos y, por lo tanto de agruparlos o categorizarlos. Lo haré con pura intención comunicativa.
No desestimo la gran distancia que hay entre sus enunciados y sus significados finales y siempre contextuales. Siempre los valores se dan y comprenden en su ejercicio, en su práctica y allí, con harta frecuencia la misma palabra puede llegar a significar cosas opuestas. El derecho a la vida, pongamos un caso de diario alimento noticioso, significa algo completamente distinto para un guerrillero palestino que para un empleado de banco londinense. Así ocurre con la Carta de las Naciones Unidas: sus bellos enunciados aterrizan en prácticas muy diferentes, en diversidades culturales y circunstancias tal vez poco comprendidas cuando se redactaron: de allí su frecuente inutilidad.
No concilio con la tradicional división entre valores y contravalores. División que considero etnocéntrica e incompatible con la diversidad cultural. Un contravalor, con frecuencia, no es otra cosa que un valor que no nos gusta, que no armoniza con nuestro propio sistema al que, como parece natural, absolutizamos. Justamente, su condición de instancias de fe nos impulsa a colocar nuestros valores más allá del bien y el mal. Así, por mucho tiempo en Occidente, y en herencia griega, a la fealdad se la consideró un contravalor de la belleza. Hoy somos más proclives a encontrar profundidad y fuerza evocativa en la fealdad, en tanto que muchas cosas bellas se nos antojan superficiales y repetidas.
Mencionaré, de entre muchos conjuntos de valores posibles, cinco: Estéticos, religiosos, epistémicos, ecológicos, éticos y, en ellos, los nombres de algunos valores de diferente raigambre, introduciendo entre paréntesis algunos breves comentarios contextualizadores.
Lo estético se refiere a la apariencia y a como ella nos llega, a la forma, al gusto, a las realidades artísticas. Pero lo que nos llega es cosa mutable que depende no solamente del acervo y disponibilidad constructiva de la persona sino de las circunstancias y de los instrumentos y mediadores que intervienen en la percepción.
Para mayor complejidad, lo que se nos da no se nos da a los sentidos, como mucho tiempo se pensó, se nos da ese cuerpo todo, a esa corporeidad integral histórica y sin escisiones que somos.
Esta relativización total de las formas, no obstante, le cede paso, desaparece cuando ella se subordina a las convenciones derivadas de los sistemas de referentes, de los valores existentes en la base de cada cultura. Desde esa cultura y sus valores sus participantes aceptaran a ciertas formas como convenientes, virtuosas, verdaderas, significativas, evocativas, conmovedoras o bellas.
Así, Belleza, en sus manifestaciones como estímulo o atractivo sexual:
Como grata consecuencia con lo ya gustado, invocación a la protección o a la tenencia o apropiación.
Como presencia o manifestación de Dios.
Como exactitud en la imitación de lo tenido como real.
Como disposición ordenada y armónica de las partes.
Como fuente del goce estético y desinteresado.
Fealdad, como adversidad sexual, como reto gustativo o sorpresa, como evocación por contraste.
Deformidad, como singularidad, como ruptura de lo lógico o desafío perceptual.
Originalidad, como constatación de la inteligencia de los humanos a cuya especie se pertenece.
Evocatividad o fuerza comunicativa como capacidad de hurgar en el acervo propio o del otro.
Potencia metafórica, como capacidad de motivar o desentrañar asociaciones y nuevos significados.
Drama o Sutileza como convocatoria a participar, a proponer el propio complemento, a anticiparse, a convocar la angustia.
Expresividad como capacidad para significar, para hacer comunicativo lo inaparente.
Sugestividad, como capacidad metafórica oblicua.
Lo religioso, que no debemos confundir con la religiosidad, se manifiesta en valores que ubican lo sagrado, el poder de lo no cognoscible – y no necesariamente comprensible.
A diferencia de la religiosidad, los referentes de lo religioso, de lo sagrado reflejan no solamente la religiosidad sino la vocación social humana que se realiza alrededor de cosas o fenómenos no explicados argumentalmente. A partir de ellos se conforman iglesias, religiones o cultos en diferentes grados de formalización y estructuración.
Así aparecen en las religiones occidentales:
La santidad: Como lo que permitirá la trascendencia (por lo que es fundamentalmente egoísta), la gloria eterna, la fama, el prestigio, el reconocimiento. La proximidad al Paraíso. La similitud con los santos ejemplares.
La obediencia a los mandatos eclesiásticos.
El sacrificio o martirologio.
La defensa de la propia fe, sus símbolos, su estética.
La propagación de la propia fe.
La lucha contra lo infiel.
Ser sabio o iluminado.
Seguir las enseñanzas del profeta.
Ser fiel a la propia comunidad o iglesia.
La Fe, como el irrespeto a la razón, como manifestación del amor y la entrega a Dios. Como refugio de las dudas y conflictos que plantea el cuerpo y la razón. Autorizadora final de valores o referentes y verdades.
Espíritu, Alma, como explicación de la condición humana y la presencia divina en ella.
Infierno y Paraíso como linderos de la voluntad.
Mundo, como tránsito de tentaciones.
Dios, como creador, juez, principio y refugio.
Virginidad, como metáfora de la pureza, ámbito adecuado para la visita sagrada.
Demonio, como objetivación simbólica del mal, referente del límite necesario para la voluntad.
Perdón, pecado, como opciones para el ejercicio de la voluntad.
Eternidad, como infinitud, Inmortalidad y trascendencia en la vecindad de Dios.
Omnipotencia y Omnipresencia como atributos de Dios desde las magnitudes humanas.
Universo, Creación, Naturaleza como el alcance de las obras de Dios.
Revelación, como manifestación escrita de la verdad y la voluntad divina.
Destino como determinación conflictiva con la voluntad.
Vida y Muerte, como conflicto entre el cuerpo y el alma.
La modestia, como la propia postergación del subalterno.
La abnegación, como contento con la entrega y renuncia al placer, al disfrute y la satisfacción.
La eternidad, la trascendencia, la transustanciación o reencarnación como negación o alternativa a la muerte, como consuelo o premio que compensa el conflicto entre la vida y la muerte.
Son los valores que prestan referencia al conocimiento, a la verdad, a los saberes y aprendizajes.
La pretensión inicial de la ciencia occidental, moderna, fue la de encontrar objetividad, niveles de desafección, ausencia de valoración, calidad representativa. En ese curso la discusión sobre el conocimiento pasó de la búsqueda de la verdad a la búsqueda de lo verosímil, pero, en todo caso, ahora, al entrar en crisis esos referentes, se debate entre tratar de aproximarse lo mejor posible a la realidad o establecer la realidad como una construcción convenida, existiendo algunos que hablan de niveles de realidad.
A este gran valor de la existencia de la realidad objetiva, convergen otros como:
Sujeto, como la mente (la entidad), como individuo que percibe y conoce algo que está más allá de él.
Objetividad, como aproximación desafectada y honesta a una.
Realidad, que existe en sí misma.
El conocimiento, como reflejo objetivo de la realidad.
Las leyes científicas, como expresiones de comportamientos regulares de esa realidad objetiva.
Solución, como punto final de un problema.
Causalidad, como referente fundamental de la investigación, se asume que todo fenómeno tiene una causa la cual hay que desentrañar para poder conocerlo.
La escrituración de la cultura. Lo escrito y su lógica devienen en criterio de verdad.
El cerebro, como residencia física de lo propiamente humano.
La escritura, más que una destreza o una manifestación de la verbalidad, de la forma de comunicar los saberes y conocimientos (más allá de lo presente o inmediato, escribir es un salto ético, un refuerzo de la dignidad).
La escrituración de la cultura. Lo escrito y su lógica devienen en criterio de verdad y estructurador de una cultura.
Evolución, hay un sentido en el origen, en la causa, en los efectos y en lo que sigue. Ese sentido, ese curso de necesidad hay que desentrañarlo. (En lo social, es el curso necesario de lo occidental con frecuencia mencionado desarrollo, progreso).
La verdad, como reflejo objetivo de la realidad. Expresada en las exigencias del lenguaje científico.
El tiempo como horario.
El espacio como sitio.
Infinitud, finitud, límite, cantidad, que se manifiestan como definiciones, denominaciones, clasificaciones, conceptos, categorías, características. (Las exigencias continentadoras del lenguaje son proyectadas a lo que se percibe, siente o piensa y que se transforma reduce o enriquece llamándolos significados, por lo que se busca en todo limites, linderos).
Coherencia que se manifiesta como consistencia argumental, discursiva, como derivación lógica, orden, ley, teoría.
Prueba, que se manifiesta como logro de la observación, comprobación, experimentación, falsación, repetibilidad.
En Occidente hay ahora un desplazamiento y una emergencia en los valores ecológicos fundamentales: desde la concepción de “la naturaleza” como objeto de dominio hacia la concepción de la naturaleza como continuidad con lo humano. Un desplazamiento similar, pero de alguna manera inverso a lo que ya hubo en el advenimiento de Occidente, con el Renacimiento expresado abiertamente mas tarde en el discurso Iluminista que propuso el valor, luego largamente establecido, de la Naturaleza como objeto de dominio. (Lo ecológico, que en algunas culturas ha aparecido con frecuencia como referente abiertamente fideico e identificado en deidades, tal vez haya que abordarlo como sintomático de la crisis de Occidente, cuando la industria y el consumo desmedido de bienes y energías contaminantes se asocia al calentamiento global y a la misma insurrección de lo que se pretendía dominar, continentar, limitar, apropiar).
La ética, la eticidad y el ethos los presento de manera un tanto diferentes a la habitual: eticidad es lo que da sentido y cohesión a un grupo humano, en las diferentes magnitudes o alcances en las que los grupos humanos se pueden dar: familia, equipo deportivo, patrulla militar, tribu, partido político, iglesia, nación. La resultante de esa eticidad se manifiesta como ethos, como sentido, como sustancia cohesionante. La Ética es el estudio con pretensión organizadora de todo ello.
La eticidad se puede entonces dar en mayor o menor amplitud y concentración, de tal manera que la eticidad de un grupo puede resultar inscrita con propiedad dentro de la eticidad de un conjunto mayor, sin contrariarla o contrariándola ( en el caso de las éticidades mafiosas). O puede coincidir en mayor o menor grado en ciertas áreas (posibles áreas de negociación) con otros grupos. Siendo entonces la posibilidad de comprensión entre ellos mayor o menor.
En todo caso la eticidad es indispensable para la pervivencia y acción de un grupo y su pérdida o extravío es correspondiente a la dignidad de sus integrantes y a la capacidad de proyecto y empresa del grupo correspondiente.
Los valores o referentes éticos se refieren e importan para eso, para la preservación de la grupalidad, de la cohesión grupal.
LA DIGNIDAD como percepción de sí mismo como sujeto pleno, Como la condición imprescindible en la persona para comprender y construir su mundo y abordarlo con curiosidad, armar proyectos, concebir empresas y realizarlas. (La dignidad surge de la posesión corpórea, integral del sistema de referentes de una cultura en condiciones de ser ejercido, actuado, para la comprensión, la creación, la empresa).
LA COHESIÓN grupal o social, como necesidad de los otros para la producción, la decisión, el disfrute, el propio reconocimiento que se manifiesta en la familia, la comunidad, el ejercito, la empresa, la institución, la vecindad, y la propia integridad e identidad.
LA PARTICIPACIÓN, como sentirse y actuar como parte de un todo que se percibe incompleto sin uno.
LA COLABORACIÓN, como participación laboral en el grupo.
LA GENEROSIDAD, como constatación del propio poder o la capacidad de entrega.
LA CARIDAD, como donación de parte de la propia riqueza envileciendo al otro, como búsqueda de indulgencia, perdón o salvación, como recurso de dominio (que con frecuencia deriva políticamente en el populismo). Como búsqueda de prestigio social.
EL AMOR, como manifestación de la inevitable vocación social humana, como necesidad del otro para la procreación y la permanencia de la familia, para el placer sexual, para la protección o defensa ante la adversidad, para la percepción en si de la calidad humana. En comportamientos y actitudes como amistad, familiaridad, maternidad, paternidad, hermandad, compañerismo, solidaridad, fidelidad, respeto a la vida, a la integridad y la dignidad.
LA HONESTIDAD, como expresión diáfana de la propia condición.
LA HONRADEZ, como manejo fiel de los bienes comunes o ajenos a uno confiados.
Corrupción: La complicidad o acuerdo grupal para apropiarse del bien común.
Odio, en sus manifestaciones legítimas de la enemistad, venganza, castigo, abandono, guerra.
Poder, como triunfo, competencia, derecho al dominio, autoridad, segregación, exclusión, violencia, política.
Justicia, en sus manifestaciones como equidad, reconocimiento, igualdad, no impunidad, oportunidad. Aceptación de la diversidad humana y la igualdad convenida ante la ley.
Territorio, como espacialidad indispensable para la existencia.
Dominio, como negación del otro, como autoritarismo.
Colaboración: como apoyo mutuo para la solución de problemas, la vida social y la construcción social.
Cooperación: como la distribución adecuada de funciones dentro de un grupo.
Cultivo de la diversidad: como el respeto y necesidad de los otros que no son como uno y que por tanto lo enriquecen.
Vivimos, sin dudas, un momento histórico de cambio. Muchos valores cambiarán en el mundo.
El lindero entre lo formal y lo informal se va diluyendo; verdad y opinión conviven y habitualmente hasta se confunden. Algo está pasando. La verdad asociada a la escritura, al libro impreso, pierde protagonismo y se imponen formas nuevas, livianas, fragmentadas, como hipertextos, mensajes cifrados, núcleos semánticos condensados.
En ellos, el camino trazado deja de ser único y garantizado, y en el curso de su desarrollo aparecen alternativas, sorpresas y opciones interactivas que ofrecen nuevas riquezas…
Sin lugar a dudas, una nueva formalidad está abriéndose paso.
Para un país como el nuestro, todavía atorado por los rígidos cánones occidentales, esa nueva formalidad pareciera reconectarnos con lo que en el fondo los venezolanos sentimos que es la vida. Entre tanta pretensión occidentalizada, petrolera, excluyente, emergen de nuevo el campo y el sol tropical. Y lo que desde dicha pretensión era solo informalidad, bordes, espacios negados, ahora pareciera retornar al centro de la mano de esta nueva formalidad. Y entonces la balanza amenaza con modificarse.
El debate de fondo es a qué profundidad operarán estos cambios. Si no calan hasta el hueso de los valores, entonces todo reversará y solo habrá quedado una coyuntural batida epidérmica. Para que nuestra realidad cambie, deberán cambiar los valores que la organizan y habrá que cultivar nuevos valores.
Este escenario nos exige una combinación difícil de perspectiva y proximidad. Perspectiva para no perder contexto y visión de conjunto; proximidad para no perder detalle y sobre todo temperatura.
Con la fuerza de la impureza, con la identidad del mestizaje y la evidencia de una cultura no sustantivada todavía, incierta en la integración de sus múltiples vertientes, Latinoamérica se reacomoda. Las fuerzas y el vigor de sus dioses antiguos la empujan. Latinoamérica se sacude. Desigual, desacompasada, pero se sacude.
Allí estamos. Atravesados por el sacudón; algo perplejos; sin comprender a cabalidad lo que nos está ocurriendo. Chile, Argentina, Paraguay, Brasil Bolivia, Perú, Venezuela, Cuba.
Otra vez la cuestión de la identidad toma la escena, y las viejas tensiones se vuelven nuevas. Orígenes indígenas, negros, europeos y otros se vuelven a mezclar y a destacar su esencial y primordial condición mestiza, irreductible a ninguna pretendida pureza.
Somos una alternativa; una nueva alternativa que poco a poco se va legitimando en su diversidad, en su mestizaje estructural.
Tocan tiempos históricos; de oportunidad, pero sobre todo de responsabilidad ante la oportunidad.
La contraparte de la exclusión es la participación. La inclusión es, esencialmente, participación. Todo esto tiene íntima relación con ese concepto político fundamental de la Constitución que es la Democracia Participativa.
La participación abona la dignidad y crece con ella. La dignidad, como ya lo he propuesto, es la percepción del sujeto de sí mismo como sujeto pleno, como persona capaz para la creación y la producción, y el actuar en función de esa percepción. Pero como toda cosa humana, de la dignidad sólo sabemos por su reflejo en los otros, en la puesta social, a propósito de la fusión de lo individual con lo grupal.
Para que funcione a cabalidad, esa fusión debe darse en pleno respeto y cultivo de la diversidad de cada quien. La diversidad es –entonces-, a la vez que contenido de la dignidad, una fuente mayor de la riqueza humana. La entidad de la diversidad y el respeto profundo a ella tal como es, es constitutiva de la humanidad bien entendida.
Planteamos a la democracia –en suma- como la participación desde la diversidad que genera el mejor tesoro del grupo. En cuanto que recibo de los otros lo que yo no tengo, y en cuanto que los otros –mis otros- me disfrutan como lo que soy (el que sea: cantante, político, poeta o albañil), y sin que tenga que privarme de nada por no manejar el estilo y discurso de los políticos, en esa misma medida, participo. Participar es sentirse parte de un “todo”, parte de un proyecto. Y a la inversa: la existencia de un todo constituye mi participación y le confiere sustentabilidad, basamento.
El cambio social pasa por la instalación del valor de participar. Participar es actuar en un grupo que tiene un proyecto, es decir, en una organización social, en un grupo organizado con un procedimiento y un propósito que se estabilizará y cohesionará al paso de sus actividades y logros.
Ese proceso operará en función de la percepción que tenga la persona de que esa organización social, ese grupo, es su grupo (su cuerda, su “pandilla”, su gente), el ámbito adecuado para su reconocimiento, su respeto y su identidad entre los otros. Llegar a sentirse parte de un todo: ésa es la cuestión (más allá de que ese todo sea un instrumento para la producción económica o cultural, la reivindicación de derechos o la solución de los problemas).
Lograr esto es trasladar a la organización social desde una instancia ritual y burocrática a una manera de ser natural y propia de la gente en la sociedad. Es recorrer un camino diferente al más tradicional y dominante de organizarse para pedir, que no es sino organizarse para fortalecer el poder del donador y la negación de sí de cada quien.
La instalación de un valor no es efecto de un sermón, ni de una voluntad ideológica o predicativa. La instalación de un valor es un proceso de práctica, de ejercicio social, de modelaje por parte de los líderes, de creación de símbolos, de construcción, de sacralización y acatamiento de esos símbolos, de una convergencia persistente de acciones que corroboren la necesidad y potencia de ese valor. Todo eso conforma un proyecto. Ese proyecto -a su vez- debe hacerse explícito como recurso de cohesión y dotación de sentido.
Entonces sí se constituye la participación.
Habitualmente se asocia la participación a la acción o a la prédica política y, más estrechamente aun, a la acción político-electoral, a los fines de influir en la toma de decisiones inherentes al interés general. Pero ahora sabemos que hay muchas más maneras y muchos más campos para la participación, y que la participación reducida a lo político electoral puede ser tan extraña, manipulada y ajena, que sus efectos no llegan a la propia y necesaria dignidad. El ciclo así no se concreta y acaba siendo apenas un espejismo de sí mismo.
Veo tres grandes espacios de participación, en cada uno de los cuales pueden darse diversas modalidades.
• La participación en la comprensión y la decisión sobre las cosas y en la misma cosa pública.
Este nivel ha sido el que habitualmente asumimos como de participación. En la imposibilidad de participar directamente en la toma de decisiones que afectan al interés general, la historia nos habla de la necesidad de instrumentar la participación por medio de la representación (y de la selección o elección de los representantes o gobernantes). Se trata de un proceso cargado de sutilezas y manejos que ha crecido y se ha enmadejado de tal manera que su comprensión y eventual justificación sólo parece posible para aquellos que manejan los exquisitos códigos y lenguajes de la política profesional.
Aquí y allá se han propuesto reemplazos a estos procedimientos tales como las asambleas para el ejercicio de la democracia directa. Pero éstas, rápidamente, también han mostrado sus debilidades. Los manejos propagandísticos y de los aparatos tradicionales son reemplazados -en las asambleas- por histrionismos acabados y organizados en cultos retóricos desmesurados y herméticos, en los que las diversidades tímidas o expresables en otros estilos, no hallan su lugar o acaban apareciendo como ridículas.
No obstante, los procesos electorales de la democracia representativa siguen utilizándose y no se desarrollan técnicas alternativas que fomenten y conserven la viabilidad de la participación sin desgastarla en el proceso.
Es, por tanto, necesario ampliar las diferentes modalidades y niveles, no sólo para buscar la mejor de las decisiones posibles, sino para hacer que la gente se sienta parte del todo y respetada en su dignidad y diversidad.
• Participación en la producción y la creación de cosas y bienes, en la preservación del patrimonio cultural y natural.
Es superficial y fundamentalmente falso hablar de las organizaciones sociales si ellas no están vinculadas a la producción, a la creación, a la solución de problemas.
Sólo el ser productor, el ser creador, el ser colaborador, legitima y autoriza.
He insistido varias veces en esto al presentar a la caridad y al populismo como contrarios a la dignidad y, por tanto, a la participación. Poco participa quien se ha negado a sí mismo por la vía de la mendicidad. De distinta manera, pero con consecuencias similares, poco participa y poca dignidad gana quien produce disuelto en una línea de producción, en una cadena y curso rutinario y repetitivo del que no conoce origen ni destino.
Occidente ha pagado su prosperidad económica con el extravío creciente del sentido de la vida de las personas, la pérdida del reconocimiento en la diversidad y en la particularidad de su cotidianidad.
• Participación en el disfrute y el placer que devienen de las cosas y los bienes.
Escasos y a veces hasta pecadores nos quieren hacer parecer los argumentos a favor del disfrute y el placer. Los encontramos disfrazados en una terminología “decente” que nos habla de aquellos derechos que nos tocan y que podemos recibir, pero en los que no se participa: el derecho a la vida, al descanso y a la educación. A esos derechos se los suele concebir como correlatos subsidiarios del inevitable dolor que conlleva la vida. Se sufre la vida, por tanto, se tiene el derecho a recibir educación y se necesita del descanso.
Desde otro punto de vista, inversamente, tal vez los otros campos mencionados de la participación no sean sino caminos -que también pueden disfrutarse- que conducen a lo finalmente buscado, el disfrute. Me refiero tanto al placer cotidiano e inmediato, como al más trascendente placer de vivir.
Es legítimo –en suma-, y necesario organizarse para participar del placer, para el disfrute, mucho más allá del elemental derecho a la sobrevivencia y a la salud y el descanso para poder seguir trabajando.
Muy larga y abundante es la experiencia venezolana en la promoción y gestión de las organizaciones populares o “de base”. Tan abundante como sus fracasos. Y a eso se le agrega el pobre acopio y sistematización de esas experiencias.
Cooperativas, asociaciones de vecinos, centros culturales o deportivos, juntas de defensa, unas tras otras, una y otra vez, nacen, mueren y se vuelven a iniciar. Unas veces, las organizaciones se han originado en iniciativas políticas, partidistas o ideológicas, con intereses más o menos coincidentes con las de los propios organizados. Otras veces, en cambio, se originaron en situaciones o necesidades inminentes, es decir, en urgencias o tragedias.
Pero en ambos casos, la organización declina o desaparece tan pronto como cesa su promoción o se consigue lo que se pedía. Es que la organización como medio profundo de participación, de realización e inclusión social y personal, no existe aún como valor establecido, y sólo se le percibe como un recurso inmediato y provisional.
Tal es lo que parece que ocurre, otra vez, con Cooperativas, Misiones y Consejos Comunales.
Toca construir ese valor. Hay que converger a su instalación desde todos los cauces y todas las vías posibles, perseverando e insistiendo.
Toca partir de lo que la gente realmente ya es y ya tiene, y no ceñirnos a planes rígidos o concepciones impuestas. Es hora de profundizar la democracia en la toma de decisiones, en la producción y la creación, en el disfrute y el placer… En la construcción del país, pues.
Lo planteado se inscribe a su vez en contexto más amplios, más largos en lo histórico y más abstractos en lo conceptual.
En lo que sigue intentaremos explicitar al menos algunos elementos de ese contexto general.
El primer elemento de contexto es la noción misma de verdad sobre la que trabajamos. Sin dudas, noción subyacente profunda, enterrada en la roca dura de cada uno de los modelos.
En términos históricos gruesos, han pasado los tiempos de las verdades universales y sus predicadores. Han pasado porque de alguna manera ha quedado desenmascarado el modelo que las sustentaba. Las verdades no eran universales, ni sus predicadores, sus portavoces. Por el contrario, el esquema era inverso: las verdades se hacían y se postulaban como universales precisamente porque su portavoz era el poder.
Develado el mecanismo, se reinstala el debate sobre la verdad.
Por eso podemos partir ahora de que la verdad es un valor (un valor epistémico). Por tanto, la verdad se subjetiviza. Es el sujeto quien constituye la verdad.
Esa verdad, ahora, busca convergencia, consenso. Y así cobra sentido social, realidad social. La verdad, entonces, se vuelve una construcción social, producto de la convergencia social, de la cohesión social.
La comunidad, en consecuencia, a partir de las verdades construidas, erigirá instrumentos –instituciones- que le ayudarán a formalizar esos entendidos de verdad. Los enunciará y luego, de manera definitiva, los elevará a símbolo. Y luego, esas mismas formalizaciones retornarán al seno mismo de la dinámica social reforzando el valor. Así funciona el proceso.
La ciencia moderna, occidental, a la que podemos ubicar históricamente en épocas vecinas al Renacimiento y la Reforma en Europa, sustituye la antigua idea de verdad revelada por la de verdad razonada. A partir de la matriz del argumento, la ciencia moderna controla la complejidad epistémica y la domestica en un debate acotado y garantizado. Así opera la razón.
Como dijimos, los cambios sociales o son cambios de valores o no son y si el conjunto de los valores no cambian, los otros niveles de cambio son reversibles.
El poder político, el ejercicio del gobierno, que permite el acceso directo y masivo a los recursos de imposición y dominio, suele crear la ilusión en los gobernantes de que desde ahí, con grandes ventarrones ideológicos, se podrán cambiar las matrices de valores de los ciudadanos. Craso error. Craso error montado sobre una hipótesis falsa que acá venimos trabajando: que los valores responden a prédicas, a persuasiones concientes, a motivaciones prácticas, a conveniencias oportunas. El poder, la propaganda, la prédica ideológica, la educación formal, tienen fuerza, presionan a los ciudadanos, pero no son capaces de incidir sobre su profundo esquema de valores. A lo sumo, pueden reforzar al existente. El aparato declamatorio del poder no determina valores, en suma.
Los valores no son texto explícito, pasible de ser debatido. Los valores reposan en niveles de las gentes y sus grupos –los niveles de la fe- , más complejos y menos lineales de acceder.
Los valores se construyen y se transforman en las dinámicas sociales efectivas. Es en el terreno mismo donde el valor se hace práctica que, mediante esas mismas prácticas, se están “discutiendo” los valores. Este esquema hace mucho más complejo y de difícil penetración el mundo de los valores sociales. Para frecuente exasperación de los “predicadores de la democracia y la participación”, el modelo es éste y sus intentos constantes de prédica, sus continuos atajos e imposiciones acaban cayendo en saco roto.
El proceso político profundo debe ser otro.
Nuestro país ha sufrido dos grandes invasiones. La de los conquistadores ibéricos y la petrolera.
• La invasión ibérica.
Acá llegó un sueño prosaico cargado de expectativas de mercado y cruda depredación, disfrazado de excusas de evangelización de infieles remotos a los fines de tranquilizar las exigencias rituales de la Inquisición.
Entre todo ese movimiento venía inscripto un valor, central a nuestro criterio para el futuro de estas tierras, que es el de la caridad. Tanto moros como cristianos expiaban culpas a través de la caridad. No se trataba –ni mucho menos- de dejar de ser depredadores y esclavizantes, sino de matizar, de ganar indulgencias avisando que se era más fiel a Dios que al pecado porque se regalaban bienes a pobres e infelices americanos.
En consecuencia, se estaba legitimando la mendicidad. Es decir, se estaba apuntalando la asimetría del poder. Ese valor profundo aún hoy guía procederes en caudillos, en presuntos demócratas civilizadores y en otras clases de populismos.
• La invasión petrolera.
Esta también depredadora, pero ahora moderna, industrial, occidental.
La energía mueve las maquinarias de la depredación; optimiza sus funcionamientos. El proceso petrolero desentierra negros confinamientos y los pone a volar en la atmósfera que respiramos. Como se ve, es un proceso depredatorio ostensible, de efectos ecológicos letales.
El proceso petrolero colocó a Venezuela en las esferas del poder. Y en consecuencia, invadió el país una horda económica e industrial que en poco más de 25 años reconfiguró el cuadro poblacional, y de valores y de usos, de Venezuela.
Esa doble invasión de la que hemos sido víctimas nos revela como una nación no constituida, provisional siempre, novelera y de arraigos ligeros.
Mucho más complejo y profundo que su curso industrial y económico, es el curso que el petróleo sigue en la conciencia de los venezolanos. El petróleo impacta en la comunidad venezolano como conciencia minera, que supone a un tiempo la emergencia de una riqueza extraña, masiva y casi milagrosa, y una relación absolutamente provisional con el entorno.
La minería es un oficio particular en el que no hay una relación directa entre el trabajo realizado y el valor del producto obtenido; hay allí un elemento fortuito que subvierte los órdenes. Ese fenómeno tiempla valores.
Y además entra en juego el carácter no renovable del petróleo. Lo que se trabaja, es decir, se extrae, se acabará. El éxito está en relación a la destrucción del territorio. Esa contradicción engendra, necesariamente, una ajenidad respecto a su propia tierra propia del venezolano. La patria petrolera es siempre ajena y, por tanto, hay que sacarle todo lo que se pueda con el menor dolor o remordimiento.
Subyacen al modelo tradicional educativo, entendido como el proceso de adquisición de conocimientos, habilidades y destrezas, fundamentalmente dos valores.
Uno de esos valores es el de la existencia objetiva del conocimiento, más allá de los seres humanos. La cosificación del conocimiento. El valor del conocimiento objetivo, quiero decir. El conocimiento –supone este valor epistémico- se constituye por fuera del dominio subjetivo, humano, en un espacio trascendente y objetivado. El otro de esos valores es el de la transmisibilidad de ese conocimiento.
Como se ve, este segundo valor está íntimamente vinculado al anterior.
Sobre estos dos valores se asienta la mayoría de las llamadas estrategias metodológicas y didácticas del sistema educativo. Mediante ellas, el sistema busca hacer lo más eficiente y perdurable posible ese proceso de transmisión.
(De hecho, nociones como “acción educativa” o la educación entendida y planteada como un “servicio” –que encontramos en la misma Constitución Nacional- trasuntan estos valores subyacentes. Se supone a la educación como mera transmisión desde quien posee algo a quien no lo posee y, por consiguiente, debe recibirlo disciplinada y pasivamente.)
Todo en el sistema educativo parte de y converge hacia estos dos valores. Tanto sus actores (dirigentes, padres y madres, profesores, estudiantes, planificadores) como su infraestructura (edificios, mobiliarios, herramientas didácticas).
Al asumir los valores anunciados, luego todo se pliega a su medida. Entonces, los edificios para la educación se constituyen en aulas y recintos adecuados para que se dé esa relación unidireccional de la supuesta transmisión del conocimiento, y no otra; y para que se dé con la disciplina y el silencio que requiere. Y los pupitres y su disposición, así como los pizarrones, el escritorio del maestro, la luz, el sonido, los libros, las evaluaciones y calificaciones, las promociones y todo el resto de los elementos, refuerzan el modelo implícito. Además, por supuesto, de la selección y rigurosa exclusión de los estudiantes que no logran adaptarse a esos ambientes, a esas dinámicas, y al desciframiento de los códigos, modales y lenguajes en juego… Es decir, en suma: de la cuidadosa exclusión de aquéllos que no logran adaptarse a la cultura escolar.
Es verdad que las didácticas recientes tratan de aliviar esas relaciones, flexibilizándolas, abriendo debates circunscriptos u ocasionales exposiciones de los alumnos. Pero eso no es más que una sutil variante de lo mismo. Los valores subyacentes siguen allí, fuertemente arraigados, incólumes. Y siguen allí con la anuencia, o mejor, con una suerte de devoción de parte de padres y madres, profesores y –cosa curiosa- hasta de los mismos alumnos que los padecen. Son los estudiantes los que quieren que se les “dé clases”, y sus luchas reivindicativas con frecuencia apuntan a que se les den “clases verdaderas”, en lugar de buscar cambiar ese esquemático valor imperante y la relación unidireccional de poder que éste implica.
Estos dos valores epistemológicos fundamentales de la arquitectura de la educación cultivan, a su vez, otros valores subordinados.
Si partimos del supuesto del saber objetivo, la discusión sobre su calidad carece de sentido; solo se trata de acatar. Ni se interactúa ni se participa en él; se lo recibe, simplemente, y se procura fijarlo en la memoria. Dicho en términos más modernos, en esto de educar y aprender, de dar y de recibir, se establece una rígida relación de poder, muy poco democrática, muy poco participativa, muy poco propiciadora de la dignificación de las personas.
Pero sabemos que esto no es así. Por el contrario, sabemos que el saber no existe por fuera de las personas y su transmisión de unas a otras es inexorablemente una interacción. Eso es la comunicación misma, en un sentido amplio.
Quien emite un mensaje solo logrará comunicar realmente si sus señales son significativas, es decir, si consiguen activar a su interlocutor para que por sí mismo evoque y reconstruya desde su propio acervo aquellos significados que está recibiendo. Y necesariamente, para que la comunicación se produzca, debe haber una eficaz negociación entre los interlocutores para que se establezca un “área de negociación” cargada de significaciones y evocaciones entre ellos. En consecuencia, podemos plantearnos perfectamente una proporcionalidad directa entre el nivel de interacción alcanzado entre un grupo de personas y el nivel de aprendizaje obtenido (o al menos de comunicación) sobre un determinado tema o mejor aún, problema puesto en juego.
Cuando decimos que lo fundamental de la educación es la formación, nos estamos refiriendo a esto, precisamente: a la necesidad de cultivar en las personas un sistema de valores que corresponda a la profundización en la Democracia Participativa. Democracia que supone la dignidad de las personas, el alimento a su curiosidad y a su creatividad, el respeto a la necesaria diversidad subjetiva del conocimiento, la comunicación y la interacción, la cooperación, la solidaridad…
No hay cambio de valores sin la puesta en funcionamiento de valores nuevos. Los valores nuevos se desarrollarán en la medida misma en que los practiquemos. Esa práctica nueva, sustentada por valores nuevos, implica a todos los actores de la educación, pero por sobre todo, implica a los estudiantes y su responsabilidad. Son los estudiantes los llamados a la acción en este nuevo contexto; son ellos los convocados a construir proyectos que organicen y le confieran sentido a la actividad.
Los estudiantes, entonces, reclasificados en actores de la educación (y no receptores pasivos), realizarán la mayor parte de las tareas y organización del trabajo, búsqueda de información y recursos para el aprendizaje. Y como es evidente, este movimiento redunda en su propia dignidad y en su propio desempeño. (Sin dudas, el ambiente crecientemente digitalizado favorece este trabajo porque permite que las personas agencien buena parte de la información que requieren de manera directa y personal. Las personas mejor formadas en lo digital están en mejores condiciones para navegar el mundo de la información y servirse de él con búsquedas pertinentes y a la altura de sus expectativas.)
Los valores no son ideas ni tampoco ideologías. Los valores no son argumentos expresados con mayor o menor coherencia. Por el contrario, lo más frecuente es lo inverso: las ideas, las ideologías y los argumentos, muchas veces, son expresión de valores subyacentes, cuando no combates dérmicos a esos mismos valores subyacentes.
Los valores son instancias de fe, insisto. Son productos de la religiosidad humana. Y como tales, en tanto referentes, resultan imprescindibles para la creación, la comunicación y la vida social en general. Vienen ser como las líneas blancas que trazan en los bordes de las carreteras señalando los extremos, las máximas y mínimas, entre los cuales se realiza el curso generando neurosis o sanciones.
La educación, tanto la formal como la informal, tiene una función primordial en todo esto. Pero esa función se desnaturaliza en la medida en que las prácticas educativas trabajan reforzando los valores que –precisamente- queremos cambiar.
No se puede buscar la democracia profunda mediante un sistema educativo que en sus aulas no promueve ni realiza la participación. No se puede construir el cultivo del respecto a la diversidad y al otro mediante un sistema educativo en el que sus profesores y maestros monopolizan la palabra y cercenan las discrepancias.
Así las cosas, la contradicción es profunda, y los efectos, inesperados, por la baja conciencia de las causas hondas de esos efectos. Construir valores nuevos requiere, antes que nada, de la práctica de esos valores en los ambientes educativos.
Aún a riesgo de repetirme, insisto: la prédica -que es una antigua práctica de ancestro religioso- supone la existencia de una verdad trascendente que tiene el poder necesario como para cambiar a los hombres, salvarlos y hacerlos nuevos. Ese es su cimiento conceptual.
Se asume que la palabra, las ideas predicadas, portan fuera generatriz, ímpetu de transformación en los otros, los oyentes. Ellas, por sí mismas, redimen de pecados y llevan luz y salvación a los hombres. Las permanentes prédicas ideologizadoras de vendedores, maestros, políticos y profetas de toda índole y toda la caterva de salvadores, se soportan en este valor.
Así como los vendedores callejeros nos venden esos aparatos maravillosos que dejan de funcionar apenas transponemos la puerta de nuestras casas, así lo mismo los predicadores nos venden sus discursos. El presunto milagro que nos movió a comprar no está en lo comprado, sino en la habilidad prestidigitadora del vendedor, que nos envolvió con su prédica.
Las prédicas no construyen ni cambian valores. A lo sumo, alguna vez, logran reforzar los instalados.
Los valores calan –cuando calan- a partir de genuinas prácticas y de modelajes consecuentes con esas prácticas.
En toda propuesta educativa y en buena parte de las organizaciones sociales (sindicatos, partidos políticos, gremios, organizaciones comunitarias), la formación impartida se asienta en lo que se ha llamado “currículo oculto”. Son los valores que organizan secretamente, conciente o inconcientemente, los diseños programáticos, las diversas leyes y reglamentos que regulan la actividad institucional.
Y por consiguiente, en sus diferentes prácticas, rutinas y rituales, se reiteran tácitamente los valores dominantes.
Sin ir más lejos. En la educación tradicional se ejercen con gran persistencia el autoritarismo, el castigo y la exclusión del diverso y de lo diverso. Allí están en pleno funcionamiento las verdades occidentales que tenemos impuestas: la competencia, la no participación, la estructura social jerárquica, la segmentación del conocimiento en disciplinas, la calificación como evaluación… Lo mismo encontramos habitualmente en los ambientes sociales no escolares.
Esos valores, plenamente realizados y verticalmente definidos, son los más inadecuados para la construcción de aprendizajes pertinentes.
No importa tanto lo que ella sea capaz de determinar, una vez en ejercicio, sino lo que se puede observar en el debate de sus borradores. En primer lugar, es muy poco lo que encontramos en los proyectos hasta ahora presentados que tengan que ver con lo que aquí estamos planteando. Por el contrario, en general uno lee y percibe una tendencia a la preservación de las concepciones tradicionales (en particular, la enciclopedista del siglo XVII en cuanto a la concepción del ser humano y sus supuestos valores universales).
Sin embargo, por el contrario, una Ley como ésa –justamente- debería estar referida a esa particularidad histórica, cultural, ecológica y social que es hoy Venezuela. Y para eso, los valores en juego deberían estar explicitados y ser fuente de debate y profundización. Es una oportunidad histórica.
Por ejemplo, el término “formación” aparece reiteradamente, pero no se explica qué se debe entender por eso y cuál es su articulación con el tema de los valores. Todo parece circunscribirse a educar, y valores clave como participar, cooperar, colaborar, diversificar, conocer, comprender, integrar, mestizar y demás, están marginados y carentes de explicitación y desarrollo.
El mismo término “valor”, si bien aparece varias veces, carece de una debida y profunda conceptualización. Esa carencia hace que se nos confunda y se nos desplace, con mucha facilidad, a nociones como principios, preceptos e ideas, que no son lo mismo.
Esa, a mi criterio, debería ser la cuestión central en la nueva Ley: formar en tanto construir para las personas un nuevo sistema de valores.
Y luego, entonces sí adquirir y construir conocimientos, saberes, habilidades y destrezas consecuentes con los nuevos valores implantados. Todo puesto en el contexto del desarrollo de la dignidad de cada quien y su incorporación y participación plena en la sociedad venezolana.
En este sentido, considero que la Ley Orgánica de Educación debería plantearse como una “Ley Programa”, en la que no se plantee cómo normar lo que ya existe, sino que se plantee programar lo que debería comenzar a existir.
Educar en valores es un proceso social. No responde a prédicas ni tampoco a decretos. Exige ambientes adecuados en los que comiencen a desarrollarse los procesos necesarios para que vayan surgiendo los valores nuevos, los valores del cambio. Ambientes de cambio, podemos llamarlos. Un dispositivo social complejo que genere las condiciones de posibilidad de los cambios de valores. Para que esos ambientes se instalen se necesita de disparadores o precipitadores capaces de conmover ese status quo reinante e instalado. Crisis, angustias y problemas que dinamicen las búsquedas vitales que conducen a los valores nuevos.
Venezuela, hoy día, es una gran ambiente de cambio, sin dudas; plagado de precipitadores profundos que dinamizan búsquedas nuevas.
Es –como decía antes- una gran oportunidad.
Hablamos de pilares, pero también podemos llamarlos conceptos o propósitos.
Es decir, prioridad en la persona. Prioridad en la formación de la persona. Más precisamente, entendemos por formación de la persona la constitución en la persona de un nuevo sistema de valores que la habiliten como sujeto pleno. Pleno de derechos, pero también –sobre todo-, pleno de condiciones para el ejercicio pleno de esos derechos. Condiciones en la persona y condiciones en los entornos, en las dinámicas, para el completo ejercicio de los derechos. La dignificación de la persona supone que ella misma se perciba a sí misma como un sujeto pleno, lleno de potenciales y de espacios para el ejercicio de esas potencialidades.
Se refiere a la índole de las cuestiones en juego. Problemas, métodos, esquemas de aprendizaje, procedimientos y demás que respondan a las exigencias de la pertinencia como pilar del proyecto educativo.
¿Qué es pertinencia? Por un lado, es la continuidad fluida del proceso de aprendizaje con lo que la persona ya es; con su acervo y su experiencia previos al proceso educativo. Lo nuevo se aprende a partir de su vinculación continua con lo que se es y se posee previamente. Sin saltos; sin impasses que vacían de sentido las experiencias del proceso de aprendizaje.
Lo previo es la persona, ni más ni menos. Solo desde ella misma será capaz de comprender a cabalidad lo nuevo; incluso desde ahí comprenderá sus propios cambios. Y esto no solo impacta en la caladura del proceso de aprendizaje, sino también en el concomitante proceso de dignificación de la persona.
Por eso es que los proyectos y los problemas necesitan partir de ser expresados en el lenguaje de sus participantes y dentro del marco de tradiciones y de simbologías de los participantes. Si no -como decíamos- se produce quiebre y des involucramiento involuntario. Por otro lado, también debemos hablar de la pertinencia social. Se refiere a la aplicabilidad del saber adquirido, construido. Que el saber sea útil para la persona. Que le resuelva problemas, que la ayude a vivir mejor. Eso tanto en sentido individual como en sentido grupal, social, comunitario y, también, de construcción de país.
Es la base sobre la que se erige cualquier actividad grupal, de la índole que sea. Es –por tanto- propósito y sustancia de lo ético.
Una buena cohesión social constituye y preserva los espacios educativos, así como también los comunitarios, de cualquier índole. El grupo, la escuela, la comunidad, el país necesitan exige, para su desenvolvimiento, de una cohesión social de base bien constituida. Si no, con su simple devenir se resquebraja y se quiebra, y entonces se destruye.
¿A partir de qué se construye una buena cohesión social? A partir del buen despliegue de los valores, símbolos, lenguajes y formas de relación y comunicación que organicen a la comunidad. El ejercicio comunitario cohesionado exige una sólida base de funcionamiento práctico y simbólico que le confiera orden y sentido a la actividad de cada uno de los individuos.
Así también, la cohesión depende de los valores implícitos en las normas y métodos de organización social. La base organizativa práctica de la actividad social debe asentarse en valores solidarios con la cohesión buscada. Si no, el mero orden no garantiza ni el sentido de las prácticas sociales ni su permanencia. Deben honrarse de hecho valores tales como la cooperación, la colaboración, la participación, el cultivo de la diversidad y el respeto a esa diversidad, y no aquellos otros del autoritarismo, el individualismo, la competencia o la caridad.
Y por último, la cohesión social depende también de la pregnancia real del proyecto de la comunidad. El proyecto es el símbolo que mueve la actividad social; son los valores, pero también los sueños y las expectativas del grupo. No las necesidades, que son otra cosa. Son los ideales. La cohesión y sobre todo la permanencia de la cohesión del grupo dependen fundamentalmente del proyecto, de su caladura en todos y cada uno de los integrantes de la comunidad.
Los valores autoritarios perviven no solo en los esquemas de autoritarismo abierto y explícito, sino también (lo que le confiere toda la complejidad a la cuestión) en los esquemas presuntamente de democracias participativas.
Esas formas de organización que podríamos llamar directivas, que se leen de arriba hacia abajo, trasunta a todas luces un esquema de poder vertical. Hay ahí –estamos diciendo- un tramado de valores autoritarios organizando el modelo. A tal punto que podemos llamarlo –si evitamos el impacto de la contradicción en los términos- centralismo democrático. Este modelo es propio de la organización de partidos, gremios, sindicato de todo tipo, en muy diversas partes del mundo. Esto es lo que requiere cambio para que las cosas empiecen a cambiar.
La interacción constructiva es una estrategia metodológica para el trabajo educativo que responde de hecho a otro entramado de valores, opuestos a los autoritarios. Esa estrategia, sin embargo, es extensible a cualquier otro espacio y resulta eficaz para cualquier proceso de organización y funcionamiento social.
La interacción constructiva pone a funcionar al grupo social bajo un conjunto de valores profundos que se recortan de los imperantes. En el seno de sus dinámicas, priman y rigen la participación, la dignidad, el estímulo y el respeto a la diversidad, la pertinencia y otros. La interacción constructiva, vale decir, opera de hecho el cambio que venimos anunciado y solicitando.
La interacción constructiva supone por lo menos cuatro momentos en los procesos de aprendizaje o de toma de decisión en el seno de cualquier tipo de organización. Momentos que descansan en otro esquema de valores, opuesto al que rige la actividad monopolizadora del consabido expositor, líder o predicador.
La actividad comienza con la presentación de un problema, de un problema que tenga fuerza problematizadora, que incite, desequilibre o angustie a los participantes. Para esto, la presencia o escogencia del problema es crucial. De su carácter y forma de ser presentado dependerá, en buena medida, la incorporación y compromiso de los participantes.
Ante el problema cada participante reflexionará y buscará en sus experiencias y acervo lo que tenga que ver con éste. Es la oportunidad para que la persona, el estudiante se ubique como sujeto válido en el conjunto, refuerce su dignidad y desarrolle la capacidad de elaboración escrita o simbólica de sus propias ideas y concepciones. Es el ejercicio cotidiano de su capacidad reflexiva, el descubrimiento de que en muchas oportunidades él tiene algo que decir, que puede ser un aporte para el grupo y que, además, lo lleva a ejercer propiamente la escritura: poner por escrito, o en símbolos adecuados, lo que esta dentro de sí.
Dependiendo de las condiciones, número de participantes, espacio de trabajo, etc. Se formarán grupos desde tres y hasta diez integrantes. Cada grupo tomará se asignará un nombre y nombrara un relator o vocero y un director de debates.
Cada quien leerá lo que escribió, sin comentarlo. Luego de las lecturas se dará curso a la discusión y al estudio cuando se deberán estudiar todos los documentos disponibles, se consultarán especialistas, se navegará por Internet si eso es posible. Luego de este trabajo de discusión y estudio, que puede prolongarse el tiempo que fuese necesario y adecuado, de acuerdo al problema, el grupo elaborara su proposición que ira a una cartelera, tela informativa o documento que será luego presentada en la puesta en común. Así se habrán practicado importantes valores: participación, colaboración y cooperación, cultivo de la diversidad personal, discutir, escribir, crítica y cooevaluación.
Terminado el momento grupal, todos los participantes se reúnen para oír las exposiciones de los relatores de cada grupo y se hace la discusión con la participación individual de todos.
Uno de los integrantes de la clase lleva la relación de la discusión durante esta Puesta en Común.
Se han reforzado los valores anteriores: participación, colaboración, discutir, crítica y cooevaluación y se ha utilizado el lenguaje y la escritura en otros niveles y registros.
El docente, el facilitador u otro participante lee la relación llevada de la puesta en común y se discute nuevamente. Es una discusión evaluativo que debe culminar con un producto que no “cierre” necesariamente la discusión del problema ya que éste puede, simplemente, haber llegado a otro nivel, habiendo aflorado otros componentes o matices, por lo que podrá ser propuesto, nuevamente, para otra Interacción. Esto supone un cierre y la ubicación de una nueva oportunidad en el horario o calendario de trabajo. Se han reforzado, una vez más, los valores anteriores. Se hace conciencia y sistematiza el trabajo realizado y se percibe y compromete el futuro.
Agregar bibliografía de consulta o ampliación para ciertos campos:
- Constructivismo Social.
- Los valores y sus crisis.
- Democracia, participación, autoritarismo.
- Cambio social.
- Teoría de la comunicación.
- Teoría General de Sistemas.
- Homeostasis, burocratismo.
- Complejidad, transdisciplinariedad.
- Diversidad.
Calvo, J.M., “Educación y filosofía en el aula” en Aprender a Pensar, N° 16, Madrid, Ediciones La Torre, 1991.
Cortina, Adela, “El aula como comunidad de investigación” en Aprender a Pensar, N° 12, Madrid, Ediciones La Torre, 1977.
Dewey, J., Mi credo pedagógico, México, Guadalajara, 1973.
Dewey, J., Democracia y educación, Buenoss Aires, Lozada, 1967.
Hersh, R y Reimer, J., El crecimiento moral de Piaget a Kohlberg, Madrid, Nancea, 1998.
Kohlberg, L., Psicologia del desarrollo moral, Bilbao, España, Desclée de Brouwer, 1992.
Kunh, T., “Algo más sobre paradigmas” en La tensión social Madrid, F.C.E., 1993.
Lipman, Matthew, Filosofia en el aula, Madrid, Ediciones de La Torre, 1998.
Meyer, Luz, “Jürgen Habermas e o programa de filosofía para crianzas: alguns pontos de contato” en Revista Brasilera de Filosofía, N°1, 1993.
Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza, Madrid, 1999.
Norberto Bobbio,
Nociones básicas sobre constructivismo: http://es.wikipedia.org/wiki/Constructivismo_(pedagog%C3%ADa)
Aspectos generales del constructivismo cognitivista de Piaget, Vigotsky, Bruner y Maturana:http://www.monografias.com/trabajos5/construc/construc.shtml
Formación en Línea, abordaje de la crisis de valores. (En esta página se siguen una serie de actividades) http://www.youtube.com/watch?v=tucrvjCCbdI
Crisis de valores, articulo de opinión introductoriohttp://www.elsantafesino.com/opinion/2004/07/24/2669