La contraparte de la exclusión es la participación. La inclusión es, esencialmente, participación. Todo esto tiene íntima relación con ese concepto político fundamental de la Constitución que es la Democracia Participativa.
La participación abona la dignidad y crece con ella.
La dignidad es la percepción del sujeto de sí mismo como sujeto pleno, como persona capaz para la creación y la producción, y el actuar en función de esa percepción.
Pero como toda cosa humana, de la dignidad sólo sabemos por su reflejo en los otros, en la puesta social, a propósito de la fusión de lo individual con lo grupal.
Para que funcione a cabalidad, esa fusión debe darse en pleno respeto y cultivo de la diversidad de cada quien.
La diversidad es –entonces–, a la vez que contenido de la dignidad, una fuente mayor de la riqueza humana.
La entidad de la diversidad y el respeto profundo a ella tal como es, es constitutiva de la humanidad bien entendida.
Planteamos a la democracia –en suma– como la participación desde la diversidad que genera el mejor tesoro del grupo.
En cuanto que recibo de los otros lo que yo no tengo, y en cuanto que los otros –mis otros- me disfrutan como lo que soy (el que sea: cantante, político, poeta o albañil), y sin que tenga que privarme de nada por no manejar el estilo y discurso de los políticos, en esa misma medida, participo.
Participar es sentirse parte de un “todo”, parte de un proyecto. Y a la inversa: la existencia de un todo constituye mi participación y le confiere sustentabilidad, basamento.
El cambio social pasa por la instalación del valor participar.
Participar es actuar en un grupo que tiene o busca un proyecto, es decir, en una organización social, en un grupo organizado con un procedimiento y un propósito que se estabilizará y cohesionará al paso de sus actividades y logros.
Ese proceso operará en función de la percepción que tenga la persona de que esa organización social, ese grupo, es su grupo (su cuerda, su “pandilla”, su gente), el ámbito adecuado para su reconocimiento, su respeto y su identidad entre los otros.
Llegar a sentirse parte de un todo: ésa es la cuestión (más allá de que ese todo sea un instrumento para la producción económica o cultural, la reivindicación de derechos o la solución de los problemas).
Lograr esto es trasladar a la organización social desde una instancia ritual y burocrática a una manera de ser natural y propia de la gente en la sociedad. Es recorrer un camino diferente al más tradicional y dominante de organizarse para pedir, que no es sino organizarse para fortalecer el poder del donador y la negación de sí de cada quien.
La instalación de un valor no es efecto de un sermón, ni de una voluntad ideológica o predicativa. La instalación de un valor es un proceso de práctica, de ejercicio social, de modelaje por parte de los líderes, de creación de símbolos, de construcción, de sacralización y acatamiento de esos símbolos, de una convergencia persistente de acciones que corroboren la necesidad y potencia de ese valor.
Todo eso conforma un proyecto.
Ese proyecto –a su vez– debe hacerse explícito como recurso de cohesión y dotación de sentido.
Entonces sí se constituye la participación.
Habitualmente se asocia la participación a la acción o a la prédica política y, más estrechamente aun, a la acción político-electoral, a los fines de influir en la toma de decisiones inherentes al interés general. Pero ahora sabemos que hay muchas más maneras y muchos más campos para la participación, y que la participación reducida a lo político electoral puede ser tan extraña, manipulada y ajena, que sus efectos no llegan a la propia y necesaria dignidad.
El ciclo así no se concreta y acaba siendo apenas un espejismo de sí mismo.
Veo tres grandes espacios de participación, en cada uno de los cuales pueden darse diversas modalidades.
La participación en la comprensión y la decisión sobre las cosas y en la misma cosa pública.
Este nivel ha sido el que habitualmente asumimos como de participación. En la imposibilidad de participar directamente en la toma de decisiones que afectan al interés general, la historia nos habla de la necesidad de instrumentar la participación por medio de la representación (y de la selección o elección de los representantes o gobernantes). Se trata de un proceso cargado de sutilezas y manejos que ha crecido y se ha enmadejado de tal manera que su comprensión y eventual justificación sólo parece posible para aquellos que manejan los exquisitos códigos y lenguajes de la política profesional.
Aquí y allá se han propuesto reemplazos a estos procedimientos tales como las asambleas para el ejercicio de la democracia directa. Pero éstas, rápidamente, también han mostrado sus debilidades. Los manejos propagandísticos y de los aparatos tradicionales son reemplazados –en las asambleas– por histrionismos acabados y organizados en cultos retóricos desmesurados y herméticos, en los que las diversidades tímidas o expresables en otros estilos, no hallan su lugar o acaban apareciendo como ridículas.
No obstante, los procesos electorales de la democracia representativa siguen utilizándose y no se desarrollan técnicas alternativas que fomenten y conserven la viabilidad de la participación sin desgastarla en el proceso.
Es, por tanto, necesario ampliar las diferentes modalidades y niveles, no sólo para buscar la mejor de las decisiones posibles, sino para hacer que la gente se sienta parte del todo y respetada en su dignidad y diversidad.
Participación en la producción y la creación de cosas y bienes, en la preservación del patrimonio cultural y natural.
Es superficial y fundamentalmente falso hablar de las organizaciones sociales si ellas no están vinculadas a la producción, a la creación, a la solución de problemas.
Sólo el ser productor, el ser creador, el ser colaborador, legitima y autoriza.
He insistido varias veces en esto al presentar a la caridad y al populismo como contrarios a la dignidad y, por tanto, a la participación. Poco participa quien se ha negado a sí mismo por la vía de la mendicidad. De distinta manera, pero con consecuencias similares, poco participa y poca dignidad gana quien produce disuelto en una línea de producción, en una cadena y curso rutinario y repetitivo del que no conoce origen ni destino.
Occidente ha pagado su prosperidad económica con el extravío creciente del sentido de la vida de las personas, la pérdida del reconocimiento en la diversidad y en la particularidad de su cotidianidad.
Participación en el disfrute y el placer que devienen de las cosas y los bienes.
Escasos y a veces hasta pecadores nos quieren hacer parecer los argumentos a favor del disfrute y el placer. Los encontramos disfrazados en una terminología “decente” que nos habla de aquellos derechos que nos tocan y que podemos recibir, pero en los que no se participa: el derecho a la vida, al descanso y a la educación. A esos derechos se los suele concebir como correlatos subsidiarios del inevitable dolor que conlleva la vida. Se sufre la vida, por tanto, se tiene el derecho a recibir educación y se necesita del descanso.
Desde otro punto de vista, inversamente, tal vez los otros campos mencionados de la participación no sean sino caminos -que también pueden disfrutarse- que conducen a lo finalmente buscado, el disfrute. Me refiero tanto al placer cotidiano e inmediato, como al más trascendente placer de vivir.
Es legítimo –en suma–, y necesario organizarse para participar del placer, para el disfrute, mucho más allá del elemental derecho a la sobrevivencia y a la salud y el descanso para poder seguir trabajando.
Muy larga y abundante es la experiencia venezolana en la promoción y gestión de las organizaciones populares o “de base”. Tan abundante como sus fracasos. Y a eso se le agrega el pobre acopio y sistematización de esas experiencias.
Cooperativas, asociaciones de vecinos, centros culturales o deportivos, juntas de defensa, unas tras otras, una y otra vez, nacen, mueren y se vuelven a iniciar.
Unas veces, las organizaciones se han originado en iniciativas políticas, partidistas o ideológicas, con intereses más o menos coincidentes con las de los propios organizados. Otras veces, en cambio, se originaron en situaciones o necesidades inminentes, es decir, en urgencias o tragedias.
Pero en ambos casos, la organización declina o desaparece tan pronto como cesa su promoción o se consigue lo que se pedía.
Es que la organización como medio profundo de participación, de realización e inclusión social y personal, no existe aún como valor establecido, y sólo le se percibe como un recurso inmediato y provisional.
Tal es lo que parece que ocurre, otra vez, con Cooperativas, Misiones y Consejos Comunales.
Toca construir ese valor. Hay que converger a su instalación desde todos los cauces y todas las vías posibles, perseverando e insistiendo. Toca partir de lo que la gente realmente ya es y ya tiene, y no ceñirnos a planes rígidos o concepciones impuestas. Es hora de profundizar la democracia en la toma de decisiones, en la producción y la creación, en el disfrute y el placer… En la construcción del país, pues.
Pongamos, ahora, lo dicho en su contexto histórico y conceptual.
El primer elemento de contexto es la noción de verdad sobre la que trabajamos.
Ya pasó el tiempo de las verdades universales y de sus predicadores. Las verdades frecuentemente se hacen universales al montarse sobre el poder.
Partimos de que la verdad es un valor, un valor epistémico. Ese, como todos los valores, establece la calidad del sujeto. El sujeto en juego social constituye la verdad.
Los valores vienen a formar lo que se puede llamar, con la expresión corriente, un punto de vista. Tanto los valores como el punto de vista resultante de su convergencia tienen amplitud y existencia social.
La verdad, entonces, es la verdad compartida por un grupo social, en densidades mayores o menores que podemos imaginar ubicadas más en el núcleo cohesionado y menos en la periferia del grupo. El mismo grupo, en búsqueda de su preservación (homeostasis), genera instrumentos (instituciones) que formalizarán esos entendidos de verdad. La enunciará de manera definitiva y la enarbolará en símbolos. Estos formalismos regresan integrándose al mismo valor, reforzando su fuerza.
La ciencia occidental, moderna, que se puede ubicar en el tiempo como surgiendo vecina al Renacimiento y la Reforma europea, se argumenta políticamente en la necesidad de sustituir el soporte del poder en las verdades reveladas. Se soportará, a cambio, en la verdad del argumento, de la razón, de esa maravillosa función corpórea que tiende a continentar los campos complejos o difusos para hacerlos más comunicables, más “mercadeables”.
Los cambios sociales fundamentales tienen que ser cambios en los valores. Si no hay cambios en los valores, todo lo demás es reversible. Un valor es una instancia de fe compartida por un grupo, un referente mayor que posibilita la percepción permanente de sí mismo, la comunicación y la vida social.
Los valores son efectos de la religiosidad humana, que es una facultad general y constitutiva en virtud de la cual animamos y dotamos de fuerza generatriz a nuestras percepciones y creaciones.
Se trata de cambiar esas instancias de fe. Para lo que se necesita, entre otras cosas, un cambio sustancial en el abordaje y comprensión de los procesos sociales.
Una instancia de fe no depende de argumentos y no es fácilmente trazable en su origen. Amplia es la literatura sobre los valores y más amplia aun sobre las religiones. Es rara la referencia a la religiosidad – no a la religión- como facultad constitutiva, y más rara aun es la asociación de la fe a valores no propiamente religiosos.
Los valores están en el arranque, en la base de toda actividad y actitud humana, y puedo hablar, sólo con afán comunicativo y como ejemplo de lo que quiero decir, de valores epistémicos, que refieren a las verdades y las maneras de construirlas. Éticos que refieren a lo que cohesiona y preserva los grupos sociales. Ecológicos, a las maneras de comprender y relacionarse con la Naturaleza. Estéticos, a lo bello, lo feo, lo placentero, lo impresionante, lo deseable, lo aborrecible. Los religiosos, a la muerte, la vida, la trascendencia, la realidad. Pero en su manera de darse son indefinibles, no decantables y de vocación sistémica.
El poder político, el gobierno, permite acceso a todos los recursos de imposición y dominio, lo que crea la ilusión de que así se pueden cambiar los valores. El poder, la propaganda, la prédica ideológica, la educación formal, tienen fuerza, pueden reforzarlos pero no los determinan. Su condición fideica los avecina a la vida misma y como tales al martirio, donde acosados se tornan más arraigados. La dificultad para definirlos los coloca como materia de la hermeneusis, en lugares vecinos a los símbolos, los que con frecuencia han sido útiles para representarlos.
Los valores y los cambios en ellos son consecuentes a procesos de construcción social que, como tales, deben partir de lo que existe, del acervo social, de lo que la gente ya es y deben buscarse y promoverse desde todas las vertientes posibles. Debe haber una gran consistencia entre lo que se dice y lo que se hace y practica, entre lo que se predica y lo que se ejecuta, como la historia de Cristo y otros grandes hombres nos refieren. Esto complica mucho su construcción, y es frecuente que el predicador de la democracia y la participación se exaspere porque las cosas no se dan como él espera y opte entonces por los atajos y las imposiciones borrando así, con sus actos, la consistencia de sus proyectos. En esa línea se anotan los que defienden el caudillismo o el vanguardismo necesario.
Para ilustrar lo que propongo como cambio de valores, sin entrar a explicar aquí lo que entiendo por cada uno de estos enunciados y sin que esto sea una plataforma de propósitos, veamos estos ejemplos:
• Caridad-dependencia > Emancipación
• Estado en domino. Ruptura personal > Dignidad. Integridad
• Participación restringida al código político > Participación desde la diversidad
• Democracia como delegación representativa > Democracia como diversas opciones de participación
• Logro individual > Cooperación
• Egoísmo > Solidaridad. Conciliación de lo individual en lo grupal
• Depredación y dominio de la naturaleza > Continuidad con la naturaleza.
• Dualismo cuerpo-alma > Integralidad corpórea
• Negación del Otro > Diversidad. Comunicación y negociación con el otro
• Ignorancia del Otro > Necesidad del Otro
• Comunicación escriturada > Comunicación multimediática
• La Verdad universal > La Verdad como construcción social
Es claro que esta manera de enunciar los valores los hace aparecer como “universales”. En los contextos culturales los mismos enunciados pueden evocar significados diferentes u opuestos: el derecho a la vida, que es un enunciado universalista, para un estadounidense es completamente diferente a la de un mujahedin dispuesto al martirio.
En nuestro país, y en otros parecidos al nuestro, estamos en la hora de darle otro contenido a lo que entendemos por verdad. Una verdad de este mundo que emerge y que poco se puede comprender desde las premisas y punto de vista de los valores occidentales.
Aun cuando sea necesario llenar de contenidos nuevos esa verdad y ese punto de vista, no se puede romper con el pasado. Él está inevitablemente en nosotros. Un pasado de mestizajes ocurridos en un cierto ámbito ecológico y en un cierto conflicto social. Occidente está en nosotros ya, como compuesto dominador, inevitable y desequilibrante. También lo está la España inquisitorial, morisca, también mestiza, el reguero de sangre africana y la diversidad aborigen andina, amazónica, caribeña. No podemos ni debemos, por simple acto de voluntad, borrar eso. Está en nosotros y de eso hay que partir.
Debemos construir realidades menos ceñidas a los métodos proyectivos de la ciencia moderna.
A falta de otras maneras de abordar y construir realidades, que vendrán, me atraen dos cosas: la transdisciplinariedad y la etnometodología.
Dos instrumentales epistemológicos que si bien siguen siendo occidentales, son, a la vez, irreverentes y desbordadores, tratan de superar esas vocaciones cuantificadoras de la razón y permiten la validación de los matices, lo nebular, con recursos simplemente narrativos, literarios –abriendo campo a la hermeneusis y haciendo de la metáfora un uso desenfadado.
Las disciplinas socioeconómicas, como otras que se empeñaron en reducir lo humano a una linealidad dura, han tenido gran poder y autoridad y, ciertamente, crearon realidades de tal vigencia que llevaron a pueblos enteros a sacrificarse por esos dioses. Lo real, lo positivo, la sacralización de una historia simple, llena de esquemas y etapas y las no menos fabulosas realidades materiales, generaron de un lado y del otro, a Izquierdas y Derechas. Por muchos años esas verdades, esas “representaciones” llegaron a objetivarse, a religiosarse y operar de por sí en la gente llevándola a guerras y matanzas que el tiempo ha demostrado, además, infecundas.
Este país ha sufrido dos grandes invasiones: la de los conquistadores ibéricos y la petrolera.
La invasión de los conquistadores ibéricos, depredadores procedentes de un país medieval, inquisitorial.
Es abundante la literatura sobre esos peculiares españoles que vinieron con y después de Colón. Tan peculiares que en tiempos recientes resulta hermosa y descarnada la propia revisión que los nuevos españoles han hecho y hacen de su historia, alumbrados por su propia diversidad reivindicada y a contrapelo de su recién estrenada condición de europeos.
Se discute, incluso, si eran más moros que otra cosa los que vinieron luego de los siete siglos que el Islam pasó en la Península. Algo así como nuestras propias intrigas sobre lo que resultamos luego de cinco siglos de dominio ibérico, primero, y occidental luego. Pero lo cierto es que grandes diferencias tenían con los centros europeos o ingleses reformados que fueron al Norte de América. Al Norte fue la utopía político religiosa de los calvinistas y luteranos, allá fueron los Padres Peregrinos con su resumido manifiesto puesto en el Compacto del Mayflower, a construir sueños modernos y comunales.
Aquí, y sobre todo aquí, a esta miserable provincia, que tardía y mezquinamente apenas llegó a ser Capitanía, vino un sueño, más prosaico de mercado y depredación entre pretensiones y excusas de evangelización de los infieles remotos para tranquilizar las exigencias rituales de la Inquisición. De rutas para Oriente hablaba Colon, otros, más pragmáticos, hablaron de El Dorado e infieles ricos, de perlas para quitarles el aire a los esclavos y raspar el fondo marino de Cubagua. Tan así fue la cosa que algunos frailes remordidos trataron, con poco fruto, de meterse en misiones y de proteger en ciertos nichos a los nativos más dóciles, buscando alternativas a la depredación más cruda.
Un legado poco mencionado, pero para mi proposición de importancia mayor, fue un valor, por igual vigente para moros y cristianos: la caridad. Una manera, un hombrillo salvador para la congestión pecadora. El pago de peajes para entrar al regazo de Dios. No se trataba de dejar de ser depredador y esclavista, simplemente era cosa de ganar indulgencias aclarando que se era más fiel a Dios que a la vida en pecado y que esa fidelidad se mostraba en bienes regalados a los pobres e infelices. Se agregaba así a los dolores del dominado el apropiamiento de su conciencia y la muerte de su magra dignidad. Se legitimaba la mendicidad, se embriagaba con mendrugos y se renunciaba a toda protesta. Valor mil veces heredado y reivindicado tanto por los caudillos como por los demócratas civilizadores y en lo que tomaría el mote político de populismo.
La industrialización supone energía. Es, básicamente, la intervención humana para transformar la energía en bienes de consumo. Se trata de racionalizar y especializar al máximo posible las máquinas de depredación movidas por energía. Para nuestro caso, energía petrolera, la que a su vez se saca de recintos de negra confinación para extender su negrura en la atmósfera. Como una vez ocurrió con las perlas, el petróleo puso a Venezuela en los mapas del poder y provocó una acelerada invasión económica, industrial y cultural que en poco más de veinticinco años cambió el cuadro de población, valores y usos. Colocó en profunda crisis una condición ya de por sí magra y superficial, heredada de la conquista y apenas modificada por las guerras de Independencia y los caudillos civilizadores. Una crisis que aun continúa y que nos revela como nación no constituida, provisional, novelera y de arraigos ligeros.
El petróleo es un símbolo mayor, que espera una mayor elaboración estética que identifique con fuerza, para nosotros y para los demás, lo que vamos siendo. En reemplazo de esa elaboración estética se proponen ramilletes de logotipos folclóricos –desde las misses hasta las guacamayas- , que comunican sin proponérselo, la profundidad de nuestra confusión identitaria.
Mucho más complejo y profundo que el curso industrial y económico del petróleo, es el curso que sigue en la conciencia de la gente. Entre muchas cosas que genera el petróleo está la conciencia minera que refiere a una riqueza extraña y a una relación provisional con el entorno.
La conciencia minera sigue la tradición depredadora y provisional instalada con los conquistadores. La minería es un oficio particular en el que no hay una relación directa entre el trabajo empleado para producir y el valor del producto obtenido: lo fortuito interviene contundentemente. Es cierto que cuando el producto entra en el mercado –muy manipulado, por cierto– es éste el que termina por imponer los precios. Pero la propia extracción es una aventura, incluso con las máquinas e ingenios más elaborados.
Esa relación fortuita condiciona la relación de propiedad. Nunca se termina de ser dueño de lo que no se sabe a ciencia cierta si existe. Y, como si no fuera bastante con eso, lo que se saca se saca y alguna vez se acaba. No es renovable. Se entra así a un territorio ajeno, incierto en el que el éxito esta asociado a la destrucción de ese territorio ajeno. A eso se agrega la venalidad de la riqueza fortuita que descubre su impropiedad en la compra compulsiva de abalorios occidentales, buscando, tal vez así, una legitimidad a posteriori obtenida de la máscara comprada.
La patria petrolera es siempre ajena y, por tanto, hay que sacarle todo lo que se pueda con poco dolor o remordimiento.
Además el minero es también provisional. A diferencia digamos, del agricultor, que se arraiga y es su destino la tierra, el minero se supone que saca y se va: es, por tanto, de campamento. Ni siquiera se parece a la itinerancia conuquera del amazónico que siempre termina por regresar al viejo conuco dejado en rastrojo, luego de circular por la gran montaña.
Venezuela resulta así un país en el que pueden percibirse dos conjuntos, con muchos matices entre ellos, en los que el referente mayor es la occidentalización.
Uno minoritario, occidentalizado (que no occidental), y otro mayoritario, poco occidentalizado.
El conjunto minoritario, que se parece muy poco a lo que la sociología tradicional llama clase social, al no tener ubicación precisa en los procesos de producción y distribución económica, ni tener la conciencia ni cohesión propia de tal categoría. Tiene, sin embargo, los privilegios y prebendas atesoradas y cuidadas de los que se avecindaron al poder primero, aprendiendo a manejar sus códigos, ubicándose como intermediarios, banqueros, importadores, promotores de empresas, comerciantes, contratistas, profesionales liberales, y unos cuantos empresarios a riesgo. Ese conjunto generó presiones, que fueron generalmente apoyadas por gobiernos y empresas transnacionales, para incrementar de muchas maneras los espacios y fuentes de occidentalización: medios de comunicación, escuelas y universidades, instituciones del estado, con el valor establecido y procreado de que ese curso era la necesaria y única historia.
Este conjunto, sin embargo, padece de la angustia y resentimiento de su ilegitimidad, tal vez similar al que las leyendas atribuyen a Bolívar al acudir como “indiano” a la corte española. Quiere y pretende ser occidental, pero no lo es. Intuye o sabe que no es, que no puede llegar a serlo en cuanto que llegar a ser constituido por los valores de Occidente es mucho más que una voluntad o copia. No es una fe advenediza, o consecuencia de una conversión o abjuración, tal como los inquisidores afirmaban al perseguir a los “conversos”: hay que nacer o hacerse en ella, en su ecología e historia. El indiano se somete una y otra vez a una injusta evaluación, busca con desespero miradas aprobatorias, figuraciones legitimadoras que sólo eternizan su inestabilidad.
Pero forman parte de esto que somos y no son decantables o definibles con un corte. Sus atributos y defectos se difuminan a toda la población que recibe su influencia y modelaje.
En los últimos años aparecieron brotes de conciencia y argumentación de su condición, asumiendo sin mucha creatividad las elaboraciones teóricas que se vulgarizaron como neoconservadurismo o neoliberalismo. Ellas proyectan - como también lo hicieron y lo siguen haciendo, al proceder de los mismos valores, las doctrinas de izquierda- esquemas que decantan con precisión las estructuras sociales y sus procesos con la superficial pretensión, una vez más, de reducir la complejidad a los recursos de techo bajo de las “ciencias sociales”.
Fracasado ese nuevo transplante ideológico, emerge su diversidad, su confusión y su poca creatividad para armar proyectos y liderazgos, alentando como recurso la fuga o el regreso al pasado. Un irse de un país que no tiene remedio, sin notar que este es su propio y único país y que la cobardía de no comprometerse con su destino y construcción no los excusa ni los cura. Un retorno al pasado que nada tiene de romántico: una adoración de fetiches que nunca resultaron llenos de gracia.
Los otros, la mayoría, se mueven también en ambientes no definibles con grandes carencias y pocos recursos para participar en ese mundo, que poco comprende, de los más occidentalizados. Esta mayoría sólo logra participar en ciertas esferas de la producción, poco en la creación, menos aun en el disfrute y el placer, y casi nada en la decisión. En esa condición se comporta como un inmigrante en su propio país, al que no percibe como propio.
No alcanzan a dos generaciones de vivir en ciudades. Migraron encandilados por Occidente del campo a la ciudad, a la que percibió como una mina. Buena parte de ellos llegaron como invasores, a construir un rancho en terreno ajeno, a vivir con una pareja sin casarse, a procrear hijos “naturales” y a navegar en ciudades y maneras en las que, al no comprender sus códigos, tuvo que elaborar los propios para descubrir mas tarde que a esas emergencias las llamarían los sociólogos y economistas “informalidad”.
La gente no incluida - los migrantes del campo y no pocos integrantes de la mayoría - al no manejar esos caminos de Occidente opta por crear recursos mestizos, frecuentemente en los linderos de la ley, que no son fácilmente reconocibles por las estructuras propiamente occidentales y las que rápidamente engavetan esas emergencias, repito, como “informalidad”.
Resolverse en las ciudades aguza la imaginación y baja las exigencias. Pocos logran emplearse en alguna de las escasas medianas o grandes empresas. Otros muchos en el gobierno y los más, creativos y audaces, se meten en oficios, talleres y en incómodos y ubicuos tenderetes donde la experiencia y el vecino es la escuela, porque la Escuela resulta poco útil para resolverse. Mecánicos de automóviles, buhoneros, toderos, carpinteros, herreros, electricistas, gestores, putas, traficantes, malandros, albañiles, choferes y taxistas, costureras, curanderas, los más de ellos en un primer nivel de baja escolaridad pero con gran flexibilidad y capacidad para actualizarse y adecuarse a las situaciones. Un conjunto que crece y prospera como el campo más dinámico de la sociedad. Un campo, ahora potenciado por los telefonitos celulares, en el que descubrimos, al apenas aproximarnos sin prejuicios y sin quererlos reducir a una de las gavetas conceptuales, cosas ricas y en cultivo que parecieran anunciar la emergencia de valores que bien podrían llegar a armarse como cultura.
Lo aquí expuesto encuentra soporte y referencias bibliográficas en:
Este, Arnaldo, (2007). El Aula Punitiva, 4ª. Edición, Caracas, Santillana
Esté, Arnaldo. (2007). Educación para la Dignidad, 2ª. Edición, Caracas, Tropykos.
Esté, Arnaldo (1996). Migrantes y Excluidos, 2ª. Edición, Caracas, UCAB.
Esté, Arnaldo. (2005) “Occidentalización y Exclusión” en REVISTA EDUCACIÓN EN VALORES, No. 3, Cátedra de Valores, Universidad de Carabobo