Rigoberto coloca en un plano igual, al no diferenciarlos, creencias, conceptos y mentalidad. Más adelante los vincula con prejuicios y, para complicar más aun las cosas, con representaciones. Y afirma que todos ellos “están allí precisamente para garantizar la continuidad de lo dado, para que nada cambie”.
Un cuadro que, por lo esquemático y maniqueo, resulta muy simple.
Te propongo que separemos creencias de conceptos y mentalidades y por supuesto del ambiguo y sabroso término de moda “representaciones. Te propongo también que hablemos más bien de valores (epistémicos, éticos, religiosos, estéticos, ecológicos) y que los ubiquemos en las vecindades de las creencias, es decir como instancias arraigadas de fe: los valores son instancias de fe que surgen gracias a la religiosidad humana, esa extraordinaria facultad que tenemos todos y que nos impulsa a dotar a nuestras percepciones o creaciones de alma y capacidad generadora. Y, más aun, que sin los valores constituidos en sistema, en cultura, no es posible comprender complejidades ni formular proyectos pertinentes, no se trascienden las murallas formales. Se da así una dialéctica, difícil de entender como todas ellas, entre la preservación y el cambio. Para comprender la necesidad del cambio hay que tener referentes, valores. La comprensión de los viejos se hace desde los nuevos.
Así vistas las cosas, las revoluciones no son tales si no hay cambios en los valores instalados en la sociedad y sus miembros. De allí lo difícil y lo prolongado de los cambios revolucionarios y que no hay que confundirlos con simples cambios de gobiernos, presidentes o sucesos electorales. Tampoco son consecuencias a predicas, discursos, o lecciones de maestros, sacerdotes o líderes empeñosos. Más bien son gestas constructivas muy difíciles de desentrañar en sus orígenes pero que necesariamente están vinculadas a crisis, migraciones, invasiones y transculturizaciones.
El cambio de valores no ocurre en la conciencia aun cuando se puede hacer conciencia de los valores que se tienen. Condición que posibilita un actuar coherente y poco neurótico, atreviéndome a decir que las neurosis tienen que ver con decires o actuares no coincidentes con los propios valores. Tampoco los valores, como se propone en la ética clásica, son eternos, universales o necesariamente “positivos”. El racismo, por ejemplo, es un valor con mucho arraigo en muchos pueblos o culturas: es un valor que ahora resulta negativo, para los romanos o alemanes resultaba necesario y positivo, era uno de los condimentos del poder. La diversidad hoy emerge como valor deseado, como “protovalor”, la percepción del otro como necesario, como fuente de mi propia riqueza. Y la dignidad emerge como contraposición a la mendicidad y la espera: es la convicción de sí mismo como actor, como constructor individual y social. La vida y a la muerte en el conflicto entre israelíes y palestinos se mueven como valores veleidosos en una confusa danza de intereses. Y la distancia entre matador y muerto han hecho telemática y virtual la culpa.
Los venezolanos tenemos pocos valores arraigados y como país y cultura en construcción el sino mayor es, tal vez, la provisionalidad.
Entre esos pocos valores arraigados esta la mendicidad, la espera, y su contraparte necesaria, la caridad que en su versión política ha tomado el nombre de populismo: la compra de gracias celestiales o votos a cambio de dádivas y promesas. A tal punto que el llamado a organizarse en comunidades ha derivado en organizarse para pedir y el petróleo, para completar las cosas es percibido –como buenos mineros– como un regalo divino, muy sacerdotalmente administrado.
El Caracazo fue la respuesta inmediata a la violación de ese valor. Carlos Andrés Pérez, crecido como dirigente y presidente sobre los hombros de de esa forma peculiar de la caridad petrolera, como primeros gestos violó sus promesas. Convocó a un puñado de técnicos con mentalidad muy foránea y proyectiva que le hicieron buscar otras fuentes, otros valores no adecuados para cimentar su gobierno. La desilusión, el frustre de una fe puede tener consecuencias terribles e inusitadas. Y así sucedió: un pequeño incidente entre un pasajero escaso de bolívares y un chofer de camioneta con la intransigencia abonada por el nuevo precio de la gasolina, prendió como noticia, viajo en las mismas camionetas con los pasajeros para el Nuevo Circo, encanto a locutores y periodistas necesitados de motivos, reforzando la protesta que tomó totalmente desprevenido a un gobierno muy montado en sus laureles. Hay que aprender de esas lecciones.